En 1952 el tándem Rossellini-Ponti en el film Europa 51 trazó el perfil de una sociedad dividida y clasista que sigue perdurando en la historia donde la penuria cohabita con la riqueza de manera impúdica. Muestra cómo existen lo que podríamos denominar compartimentos estancos, uno de ellos tan férreamente clausurado por los prejuicios que nadie puede huir, aunque lo desee. Si lo hace la condena recae sobre el sujeto de forma implacable. Y los poderes se ocupan de que quien ha osado atravesar esa barrera quede recluido y aislado para siempre.
Ingrid Bergman es el rostro atormentado de una mujer que imbuida en los afanes que le impone el alto estatus social que posee y a los que tiende sus brazos sin dudarlo, pierde a su único hijo. Un niño sensible, al que no ha prestado la mínima atención, un desheredado del legítimo afecto maternal que elige su prematura muerte. Deshecha por el funesto episodio al espectador se le muestra el cambio drástico de vida que le conduce a lo que para muchos sería un infierno, y que para ella es una liberación. Entra de lleno en el mundo de los débiles, los pobres, los bajos fondos, el ambiente asfixiante de las fábricas, la miseria…, asumiendo el papel de una samaritana, todo ello sin perder su compostura y elegancia natural. Brota de su interior un torrente de bondad, que dice estar animado por el “odio” que experimenta hacia sí misma por no haber cuidado de su hijo, pero que bien puede estar guiado por los valores que perviven dentro de sí y que tienen como único objeto de su caridad al prójimo. Sin censuras ni reproches, acogiéndoles con todo respeto, y compartiendo sus propios dramas. El dolor horadando su alma extrae de ella lo mejor.
El núcleo del film es la crítica hacia ese colectivo que se cree en posesión de la verdad, que asume el poder, que ha de velar por sus intereses, y en el que no cabe nadie más. Nadie excepto quienes estén en condiciones de asumir esos derechos de los que se han apropiado. Ese círculo selecto en el que finanzas, apariencias, e incluso los valores que supuestamente esgrimen como los válidos, quedan fuera de juego ante la coherencia, decisión y valentía de esta mujer que encarna una moral desconocida en el mundo que había conocido antes de la pérdida de su hijo y en el que se introduce después. Ni siquiera el capellán del centro, en el que es infamemente recluida a instancias de un cobarde esposo que sufre de celos sin fundamento y ha cerrado la puerta a todo diálogo, es capaz de sostener la mirada de quien le está dando una insuperable lección sin proponérselo.
Ella no vive de seguridades; se siente pequeña, indigna. Únicamente le inquieta que cada persona y el mundo se salve, y el instrumento que apunta para ello es el amor; no se erige en salvadora. El sacerdote, consagrado para desvivirse por los demás, teme esa verdad que ve encarnada en esta mujer, que ilumina su semblante, que le ha reportado la paz, y huye de su vera. Ni el juez, ni el médico que no encuentran razones científicas para mantenerla en reclusión en un centro para personas con problemas graves, justifican su diagnóstico y basan su decisión final en unos términos que ruborizan por su simpleza y preocupan por la banalización que se hace de la vida y del destino de los otros. El argumento es sencillo: hay que apartarla completamente de la sociedad porque vulnera las normas que rigen en el bando de los poderosos lo cual conlleva serios peligros: abrir la puerta a los excluidos de tal modo que puedan llegar a disfrutar de las mismas prebendas, beneficios y posibilidades que ellos poseen. Nada nuevo bajo el sol.
Únicamente los acreedores de su caridad la estiman, la reconocen en su grandeza y generosidad, porque la miran con los ojos del amor. La lección final es magnífica. Toda una parábola de la auténtica libertad. De entre los barrotes de la celda del centro donde queda recluida, su rostro asomado por la ventana viendo partir a sus seres queridos, que no vuelven la vista atrás, revela la serenidad de un espíritu que ha elegido el camino del bien al que llegó por el sendero del dolor. Y así, desde ese espacio que no supone para ella esclavitud alguna, recibe con ternura las muestras de cariño de aquellos a los que auxilió; los únicos que supieron ver el ángel que latía en ella.
Isabel Orellana Vilches