El congreso “Pueblo de Dios en Salida”, desde su mismo proyecto, estuvo marcado por el magisterio del papa Francisco y su modo de ver la Iglesia y de describir las notas del discípulo misionero, vocación a la que todo el pueblo de Dios ha sido llamado por el Señor. De este modo, ya en el inicio mismo del encuentro, se pudo escuchar el mensaje que el papa Francisco dirigía a los asistentes, en el que colocaba, de hecho, los fundamentos de la identidad y la acción del laicado en la Iglesia e imprimía su sello a la reflexión y el encuentro de aquellos días.
En su mensaje el Papa comenzaba insistiendo en la necesidad de poner en práctica la sinodalidad, como estilo de vida eclesial, para hacer crecer la comunidad en que vivimos. A través del “camino juntos” que es el sínodo, es posible vivir intensamente el encuentro con los otros, a los que Jesús ha llamado, por medio del bautismo, para llegar a ser “completamente uno” (cf. Jn 17,20-26). La vivencia de la fraternidad en la comunidad eclesial se convierte, por ello, en testimonio vivo, es decir, en anuncio claro del Evangelio: “para que el mundo crea”. La unidad nos pone entonces en el camino de la verdadera comunión, que nos libra del individualismo y del aislamiento: formamos parte de una comunidad cristiana.
La participación en la misión de la Iglesia apostólica marca igualmente la identidad del laicado, que, siguiendo el ejemplo de los santos Cirilo y Metodio, evangelizadores y patronos de Europa, ha sido convocado por el Señor para impulsar una vez más “una gran evangelización de nuestro continente”, llevando su mensaje de la salvación a los que no lo conocen, haciéndolo cercano y comprensible a todos, mediante la creatividad en el lenguaje y las formas. Resuena en estas palabras el insistente reclamo del papa san Juan Pablo II a la nueva evangelización: él pedía “reavivar en nosotros el impulso de los orígenes, dejándonos impregnar por el ardor de la predicación apostólica después de Pentecostés. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: «¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9,16)”. Y es que esa pasión suscita en la Iglesia una “nueva acción misionera” que no puede ser “delegada a unos pocos especialistas”, sino que “debe implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios” (Novo Millennio Ineunte, 40). De este modo, muchos creerán y se adherirán a la fe, formando una comunidad.
Dejando atrás sus propias comodidades y dando el paso hacia el otro, el Pueblo de Dios ha de “intentar dar razón de la esperanza” (cf. 1 P 3,15), no con respuestas prefabricadas, sino “encarnadas y contextualizadas para hacer comprensible y asequible la Verdad que como cristianos nos mueve y nos hace felices”. El papa Francisco sentaba así las bases de la Iglesia en la salida, que marcaba el horizonte de este congreso, pues la misión de la Iglesia consiste precisamente “en dejarse tocar por la realidad de nuestro tiempo (…) “para hacer resonar la voz siempre nueva del Evangelio en este mundo en el que vivimos, particularmente en esta vieja Europa, en la que la Buena Noticia se ve sofocada por tantas voces de muerte y desesperación”.
La predicación de la Palabra de Dios requiere del cristiano pasión y alegría, con ellas, será posible derrumbar los muros del aislamiento y de la exclusión: vivir inmersos en el mundo, “escuchando, con Dios y con la Iglesia, los latidos de sus contemporáneos, del pueblo”. De ahí que el Papa situase a los asistentes en la misma parresía, don del Espíritu Santo, que libró a los apóstoles del miedo y los condujo a cada rincón de la sociedad, hasta tocar las llagas de la gente, saliendo al encuentro del otro y tendiéndole la mano para acompañarlo en su vida.
En definitiva, a través de la comunión, verdadero testimonio de fe, el Papa sitúa al cristiano en la llamada permanente a la evangelización, renovando su empeño con pasión y nuevos métodos y lenguajes, para alcanzar a muchos, acompañándolos y dando razones de la propia fe, sin miedo y con la misma fortaleza con la que el Espíritu Santo sigue animando a los miembros de la Iglesia e impulsándolos al anuncio de la alegría del Evangelio.
Manuel Palma Ramírez,
presidente-decano de la Facultad de Teología San Isidoro de Sevilla