Los límites de la libertad de expresión cuando se entra en términos jurídicos más que clarificarlos, por la suma de particularidades que contemplan podría dar la impresión de que ese derecho de los ciudadanos está por encima del bien y del mal. Por supuesto, la censura tiene unas connotaciones peyorativas. Y puede ser un instrumento que coarta el derecho a poner de relieve las injusticias, o bien a ofrecer informaciones convenientes, por mencionar simples ejemplos. La libertad de expresión es fundamental para la convivencia, pero si tiene como objetivo verter la inquina para mostrar la disconformidad contra alguien o contra algo, y socialmente deviene en destrucción, separa y no dialoga, no hay quien la justifique. Estamos ante una ideología enfrentada a todo lo que se le ponga por delante. Algo así como un cajón de sastre porque al final lo que se ve en la práctica, o lo que más llama la atención, es la deriva que toman ciertos defensores de este derecho utilizándolo sin respetar el que tienen los demás y entrando de forma progresiva en frentes bien distintos aunque a la vez perfectamente identificados. Así se ponen en solfa creencias, y hasta se vulneran propiedades como suele hacerse en tantas ocasiones quemando mobiliario urbano o saqueando establecimientos. Salir a la calle para arrasarla de manera vandálica en aras de una supuesta libertad de expresión es sencillamente inadmisible.
Advierte el Evangelio que de toda palabra ociosa habrá que dar cuenta. Es decir, aquel comentario inútil que no reporta fruto alguno. Lo mismo sucede con cualquier muestra externa de una conducta inmadura en la que falta el amor. Claro que sin pizca de sensibilidad y una tendencia a la notoriedad qué duda cabe de que esta sentencia evangélica carece de interés para quien está suscrito al reproche, el juicio hacia los otros, y la intolerancia que lleva consigo creer que se está en posesión de una verdad que nadie puede poner en tela de juicio por más que ésta sea subjetiva. De hecho, únicamente la suscribe esa cohorte que curiosamente tiene como profesión destruir lo que halla al paso sin proporcionar nada a la sociedad y a la historia que merezca la pena, llevando una existencia digna de lástima porque es triste pasar por el mundo abrazado al mal y no al bien. Son cegueras que de un modo u otro se pagan. La violencia es así.
Hoy día es muy fácil sembrar cizaña y obtener con ella una fama que sin el altavoz de ciertos medios que magnifican y reproducen hasta la saciedad la sarta de embustes y faltas de respeto que se vierten no habría sido posible. Y quienes se proyectan a sí mismos actuando de este modo sin tal cobertura estarían condenados a cubrir su existencia sin mayor pena ni gloria. No habrían tenido ni una línea de mención en la prensa, su espacio en programas de televisión o su protagonismo en redes sociales.
Más allá del derecho hay otro horizonte que es el que debería formar parte de la vida de los seres humanos. Su lenguaje desde luego no es el de ese mundo que alimenta la indignación, que propicia el afán desenfrenado por controlar mente y corazón ajenos. Más allá hay una esfera de silencio que no justifica, pero que no condena. No tiene una lengua que lanza dardos que ya no tienen retorno, o tira piedras a los demás tal vez pensando que no tiene nada de lo que arrepentirse. Es un silencio que reflexiona, dialoga, construye. Es lo que se echa de menos: templanza, mesura, una buena dosis de educación. De otro modo, diga lo que diga el derecho jurídicamente hablando, no se es libre. «Nadie está más esclavizado que aquellos que falsamente creen que son libres». (Johann Wolfgang von Goethe).
Isabel Orellana Vilches