La forma de mirar que tenemos evidencia lo que guardamos en lo más profundo de nuestro corazón. Su elocuencia se pone de manifiesto tanto cuando se habla como cuando se guarda silencio. Los ojos son la trasparencia del alma para bien y para mal. Sabemos que si están “sanos”, como dice el texto evangélico, y por tanto con un profundo sentido espiritual, estaremos invadidos de la luz del amor, mientras que si están “enfermos” nos hallaremos en medio de la oscuridad. Es tan obvio que no requiere explicación alguna.
Detrás de la mirada que configura pensamientos van las palabras. Se verbalicen o no, si la forma de mirar es negativa, si va cargada de juicios reprobatorios, a menos que se imponga un riguroso silencio se crea un hueco en el interior de cada cual en el que reverbera el desamor, con el murmullo de la crítica que alimenta la envidia y el resentimiento. Y no resulta fácil evitar que salga al exterior. La palabra es un arma tan poderosa que puede destruir una vida y dejarla en la estacada. Por fortuna, puede también impulsarla hacia las altas cimas de la generosidad y de la entrega. Es un instrumento que redime y condena. Nos permite bendecir, como nos recuerda con frecuencia el P. Jesús Fernandez, presidente de los misioneros identes, algo que siempre hacemos cuando hablamos bien de alguien, o maldecir.
Es lo que refleja la metáfora evangélica de la fuente de agua; un ejemplo cabal que pone el apóstol Santiago (3, 5-12). En este texto denomina a la lengua “fuego”, “iniquidad”, “mal turbulento”, “llena de veneno mortífero” que siendo pequeña “abrasa un bosque grande”, añadiendo que “contamina todo el cuerpo” y “prende fuego a la rueda de la vida desde sus comienzos”. Más y mejor no se puede decir. Hace notar, asimismo, que es difícil domarla, subrayando que ningún ser humano lo ha logrado, aunque sí ha tenido éxito en este empeño con las “fieras, aves, reptiles y animales marinos”. ¿Cómo es posible, se pregunta y nos interpela, que con este miembro se viva esa contradicción de bendecir a Dios y al tiempo maldecir a los hombres? Y tomando imágenes cercanas de la realidad recuerda que de un mismo caño no brota agua dulce y amarga, que una higuera no produce aceitunas, o la vid higos, ni del agua salada se puede extraer la dulce.
Así es, pero la hipocresía a veces campea libremente. Y ante una persona se prorrumpen alabanzas hacia su quehacer, por ejemplo, para después por la espalda clavarle una daga. Hay que estar siempre alerta. Las maledicencias, las críticas malsanas se realizan ante quien se piensa o se está seguro de que puede acogerlas. Nadie se pone fácilmente en entredicho eligiendo a un interlocutor que de antemano sabe que no se las permitirá. Acoger palabras traicioneras significa querer contaminarse con esa ponzoña.
En el texto evangélico se nos recuerda que de toda palabra ociosa tendremos que dar cuenta. María, maestra por antonomasia de cualquier virtud, nos enseña cómo hemos de guardarlo todo en nuestro corazón, y eso es lo que nos conviene especialmente ante lo que no entendamos ya que hay muchos momentos cotidianos que requieren una religiosa contención verbal. De ese modo aprenderemos, nos acostumbraremos, a pronunciar palabras de perdón, de consuelo, de comprensión, de confianza, palabras que abran la puerta a la esperanza, que desarman a quien se ha sentido inclinado a actuar erróneamente. Esto trasciende la conocida sugerencia de Shakespeare que parece quedarse en la mera prudencia, importante también, pero que puede entenderse simplemente como ser precavido: “Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras”. Y quien se ha propuesto que de su boca únicamente brote todo el bien posible, no se limitará a guardar silencio. Sabrá cuando conviene recordarlo a otras personas que no estén bien dispuestas a respetar y cuidar a los demás.
Isabel Orellana Vilches