No podemos ni imaginar el bien que podemos hacer a una persona simplemente con un gesto afable, comprensivo, que no dicta normas, no impone y escucha. Hace varias décadas tuve la fortuna de conocer al doctor Terrasa, un gran ginecólogo, entrañable amigo fallecido en 2013, que había traído al mundo miles de niños y niñas. Humanista, creyente, además de gran profesional, dejó una profunda huella en quienes le trataron en su consulta de Palma de Mallorca y en la labor que realizó en Nigeria.
Este hombre sensible al que conocí cuando ya había publicado Memorias desde el seno materno, al que poco después siguió La muerte plenitud de la vida me narró uno de los episodios vividos de los tantos que marcaron su trayectoria. Una de sus pacientes, inglesa, que se hallaba en estado de gestación esperando un hijo fruto de un amor no correspondido, se acercó a su consulta para expresarle su deseo de impedir que viese la luz del día. Y este médico en un momento de la conversación, fue consciente de la limitación que le imponía su desconocimiento de la lengua inglesa, para poder expresarle a aquella mujer, que se debatía entre la angustia y el temor, cuánto era el amor que le infundía su presencia. De ahí que transportado por un impulso interior abandonase el sillón y la besase respetuosamente en la mejilla. Al cabo de quince días la mujer compareció de nuevo en su consulta para hacerle saber que había tomado la determinación de dejar nacer a su hijo. Cuando el médico preguntó, con gran delicadeza, a qué se debía esta decisión, la mujer respondió de inmediato que al afecto que había recibido de él. Creo que esto lo dice todo.
En estos tiempos que corren alguien malintencionado podría extraer conclusiones precipitadas y juicios malsanos de este breve relato. Pero no hay que buscar nada porque la realidad, clara y llana, es sencilla y empírica: si en medio de la oscuridad, cuando hemos de tomar decisiones de alta gravedad, alguien nos acoge y simplemente con la mirada, con un gesto amable, muestra su comprensión, la luz se abre paso en nuestro interior. Sopesar qué se ha de hacer con la vida que viene en camino no es tomarse una cerveza en la primera esquina. Terrasa, que se había formado en Alemania y que pasó cinco años en África junto a su esposa dirigiendo un hospital de misión ya había mostrado como una especie de sexto sentido para entender el mundo femenino. Su fe como creyente y practicante junto a su experiencia médica dieron la respuesta cabal a esta mujer que se debatía entre dejar vivir a su hijo o abocarlo a la muerte.
Todo esto lo traigo a colación por la propuesta de ley que en España quiere llevarse adelante para penalizar a los provida, a quienes se plantan ante clínicas abortivas, «hostigando» y «coartando la libertad», dice tal proyecto, de mujeres y profesionales que acuden o trabajan en ellas. Seamos serios. Conozco a algunos y les he visto actuar en distintas capitales españolas, y lo único que pretenden es ayudar a tomar conciencia de lo que las madres van a hacer. Que se tomen un pequeño respiro antes de dar paso a lo irremediable no es hostigamiento; ofrecer salidas, soluciones para una vida, no es coartar libertades. Todo este tema es grave y complejo; ya lo sabemos. Pero salvar una vida no tiene precio. Y en el no nacido ya está presente. «La muerte, como ha dicho el papa Francisco, no es un problema religioso, ojo: es un problema humano, prerreligioso, es un problema de ética humana». El doctor Terrasa era un provida nato. No ejerció presión alguna. Simplemente amó. Y ese gesto de ternura se aprecia también en los incluidos en esta propuesta de ley mencionada.
En suma. Si cada uno de nosotros pensase que lo que hacemos, lo que soñamos, lo que hemos logrado, lo que reímos y lloramos, las personas a las que hemos conocido, las vidas que se han traído a este mundo no hubieran sido si nuestras madres hubiesen decidido privarnos de este don, a lo mejor otra cosa sería… De modo que sumemos y nunca restemos en lo que concierne al no nacido.
Isabel Orellana Vilches