Cuando suenan las bombas, y ríos de dolor se expanden por la tierra calcinada estremeciendo a una Europa que hace suyo el llanto de los pueblos oprimidos por la barbarie, un nuevo torrente de solidaridad la recorre de parte a parte. En España, concretamente, vuelve a dejar al descubierto conciencias que nunca duermen, ciudadanos que hacen brotar esperanzas en medio del mar de lágrimas. Porque en este desconsolado valle que se agita entre el pavor y la incertidumbre hay quienes viven el aquí y ahora evangélico: el que urge a actuar. La auténtica aflicción es así.
En ese sufrimiento que atrapa y ha destruido familias enteras siempre hay una brizna de luz. Casi no hay tiempo para pensar en los porqués de tanta tragedia más allá de los que se aprecian sin tener que realizar esfuerzo alguno. Es la soberbia que irrumpe de forma inesperada como un tsunami destructor, y que vorazmente engulle la paz. Pero el hilo luminoso del bien que se extiende sobre los inocentes que lo han perdido todo, perdura y se abre paso entre la niebla. Pone de relieve la grandeza del ser humano aunque haya personas que con su conducta puedan desmentirlo. «Tras la conducta de cada uno depende el destino de todos», hizo notar Alejandro Magno.
Cuesta admitir que el fin del mundo conocido lo decrete la violencia. Si creemos que existen la misericordia y la piedad, si no se duda de que el origen de la belleza de la vida, del mundo, no surgieron de la nada, sino que brotaron del Amor omnipotente, tenemos motivos para confiar. Y más allá de los análisis que los expertos (y otros que no lo son tanto), que se difunden por todos los medios conocidos, siempre hay algo que se escapa a la razón. Se crea o no, está en la frontera del milagro y ese se arrebata con fe y oración, amén del ayuno de las pasiones que, al fin y al cabo, son las que alientan todo mal personal y comunitario. «Quien pone paz en los hombres, Dios se la pone a sus afanes» (F. Rielo). Continuemos orando y actuando…
Isabel Orellana Vilches