De nuevo la simplona razón, la mirada alejada del misterio del amor sin reserva alguna, porque se halla en otros intereses, ponen en el disparadero un acto litúrgico que hace apenas una semana nos ha interpelado a cristianos y a quienes dicen no serlo: el Viacrucis. Y nos interroga, o debería hacerlo, porque tenemos un árbol común: unos padres y madres que nos dieron la vida y a muchos nos criaron en el seno de la familia. Ha sido esta realidad social, de tantísima importancia, la elegida para conformar las reflexiones que este año se fueron vertiendo en Roma, recorriendo la vereda de un escenario regado por la sangre inocente de los mártires, aquellos que murieron en esa guerra que sigue viva en tantos países del mundo: el odio a la fe.
Quince experiencias marcadas por el dolor, la incertidumbre, el miedo, la soledad, los porqués…, han traducido esas vivencias de infinidad de personas de esta y de todas las épocas. Aquello que al pie de la cruz de Cristo se ilumina con la esperanza, el gozo, la paz…, en suma, con el amor. Y entre todas las escenas hay una que ha recibido críticas negativas de quienes no han entendido el trasfondo espiritual que tiene.
Las dos mujeres, una rusa y otra ucraniana, abrazadas a la cruz, en medio de un religioso silencio, donde solamente el latido de sus corazones y la infinidad de pensamientos y emociones que ambas habrán tenido, únicamente conocidas por Dios que sabe lo que se halla en el interior de cada uno, han sido una poderosísima imagen del perdón frente a la barbarie, de la impotencia frente a la sinrazón, de una fraternidad de la que poco se habla, pero que es la única posible para quien se propone vivir la caridad en la que no hay enemigos.
Todas las estaciones del Viacrucis tienen el mismo lenguaje: el de Cristo. Él es el excelso modelo, en el que no se atisba crítica, queja, condena, violencia… ante la injusticia que recibió en un grado tal que enmudece las palabras, siendo el único inocente en grado absoluto. No hubo resentimiento en estas dos mujeres que ninguna responsabilidad tienen en la bárbara acción de las armas. Dos pueblos representados en ellas, ambas sufriendo. La tierra partida por la mitad, dicho metafóricamente: la de quienes padecen en primer grado y la de aquellos que queriendo evitar el duelo asisten horrorizados a la imposibilidad de lograrlo. Es el mismo brazo de una cruz que mira a ambos lados. Un horizonte de esperanza que solo el Redentor puede dar en el grado preciso para continuar viviendo sin caer en la negatividad y el derrotismo porque para Él no hay imposibles. Donde hay bien, no cabe el mal. Las furtivas miradas de ternura, el peso de un madero que simboliza la salvación del mundo, ha hecho que estas amigas, sanitarias, nos hayan conmovido en un acto hermosísimo que refleja también el valor de la reconciliación.
El papa Francisco conmocionado por esta guerra y por todas las batallas que siguen arrasando vidas, aludía al espíritu de Caín, propio de quien atenta contra la paz, y rogaba de nuevo que esta virtud fuese la insignia que predomine en toda la sociedad; que regrese la paz, que se cuide, que sea el santo y seña de nuestra existencia. Estas dos mujeres unidas bajo la cruz de Cristo representan también esa paz que Él es y a todos otorga.
Es triste que se busquen otros argumentos en esta escena que hemos contemplado. El lenguaje del Crucificado es el de la misericordia, la compasión, la piedad, la arrebatadora pasión de amor por cada uno de nosotros y por los que entregó su vida.
Es de agradecer que, tanto quienes no han tenido un encuentro personal con Él como quienes le seguimos, podamos asistir a la escenificación de una realidad difícil, dura muchas veces, que indujo a los que quisieron compartir sus experiencias en el Viacrucis a volver sus ojos hacia esa cruz que es vida. Gracias a estas dos mujeres que simbolizan lo que tantas personas habríamos querido hacer, y de hecho se está haciendo: fundirnos en un abrazo y rezar juntas para que termine el calvario. Además, el suyo no es el único caso de ciudadanos de distinta nacionalidad que están tendiendo puentes fraternos al abrigo de la misma fe católica frente a la guerra, al margen de otros intereses y consideraciones. Negarlo es cerrar los ojos a la realidad.
Dicho esto, sigamos implorando la paz.
Isabel Orellana Vilches