Lectura del santo evangelio según san Marcos (8,22-26):
EN aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron a Betsaida.
Y le trajeron a un ciego pidiéndole que lo tocase.
Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano, le untó saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó:
«¿Ves algo?».
Levantando los ojos dijo:
«Veo hombres, me parecen árboles, pero andan».
Le puso otra vez las manos en los ojos; el hombre miró: estaba curado y veía todo con claridad.
Jesús lo mandó a casa diciéndole que no entrase en la aldea.
Comentario
El ciego estaba curado
Betsaida, la ciudad dura de corazón que no cree en los signos que advierte, es escenario de una curación en dos tiempos. Primero, Jesús en persona lo toma de la mano y lo saca de la aldea. Lejos de su seguridad, del terreno que pisa a diario sin mirar porque no le hace falta. Es un camino que lo aleja de esa ciudad pecaminosa y obstinada que no cree en el anuncio del Reino. Después, saliva en los ojos. A Jesús le bastaba con imponerle las manos para hacer curaciones, pero como en el caso del sordomudo, su propia saliva es el mejor remedio. Es el fundamento de la caridad como bien dice el Papa Francisco: hay que tocar al necesitado rompiendo esa distancia física que nos imponemos no como respeto sino como parapeto. El ciego, con esa saliva frotada en los párpados, empieza a distinguir los contornos pero todavía no es capaz de ver con claridad. Nos pasa a nosotros también cuando iniciamos el camino exigente del seguimiento de Jesús; cuando Él en persona nos toma de la mano y nos saca de nuestra Betsaida en que moramos ciegos. Es la perseverancia la que acaba por afinar la mirada, la que nos dota de ojos de fe con los que contemplar a partir de entonces la vida.