Como en tantas ocasiones, la cultura europea tiende a resumir el estado de las cosas desde un esquema lineal en el que hay dos extremos que no se tocan, y un sinfín de espacio intermedio. En esta ocasión, aprovechamos este esquema para definir la Iglesia desde sus dos extremos, sus dos almas. Las de Pedro y Pablo.
Ciertamente es un análisis simplista, pero nos permite entender cómo nos movemos y sentimos en la Iglesia, y si este blog tiene que tener un punto de partida siempre ha de ser el del análisis primero de la Iglesia para desde ahí acercarnos al mundo.
Cuando pensamos en Pedro lo hacemos desde el cliché de ser la piedra angular, el hombre elegido para sostener a la Iglesia y sobre el que reposa la Tradición. Cuando hablamos de Pablo lo hacemos igualmente desde el cliché del gran evangelizador, el misionero que llevó la Palabra a los no judíos y que refleja la innovación y adaptación del mensaje al contexto histórico y social, el famoso “aggiornamento” conciliar. Ambos reflejan las tensiones entre una Iglesia que lucha por conservar el inconmensurable tesoro de la Tradición y otra que busca acercarse al hombre contemporáneo y hacer accesible el mensaje generando con ello nuevas tradiciones. Estas tensiones eclesiales tienen múltiples reflejos en el día a día, pero entrar al menudeo de ejemplos es solo tarea de un examen de conciencia.
Lo cierto es que mientras para unos estas tensiones están vivas y presentes, para otros nunca existieron al predominar la “sinodalidad”. Este término es una de esas nuevas tradiciones, pero es algo tan histórico como la exigencia bíblica de ser “todos uno para que el mundo crea” (Jn 15, 21). Cuando Pablo VI en la clausura del Año Santo, 25 diciembre 1975, habla por primera vez de la civilización del amor, esta expresión supuso toda una revolución entre sus contemporáneos. Posteriormente Juan Pablo II, Benedicto XVI y más recientemente el Papa Francisco, han retomado esta idea de construir entre todos una civilización del amor, una sociedad basada en la única norma del amor. Una sociedad que nutra esa sinodalidad, pues la misión de construir juntos un mundo nuevo solo puede nacer del amor mutuo, y del amor a todos los hombres y mujeres.
Será Benedicto XVI el que afirme que “la sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más hermanos” (CV 19), y es que una de las grandes consecuencias de la globalización es la pérdida de relaciones humanas generando así una creciente indiferencia al otro. Y es aquí donde cobra fuerza y exigencia la necesidad de unir esas dos almas, de unirlas para acoger al mundo. Pues no podemos eternizarnos en debates internos cuando el mundo sufre las consecuencias de nuestra falta de ardor misionero.
La sinodalidad solo es el modo de expresar que en la Iglesia no hay partes, ni debería haber grupos o amiguismos, en ella solo hay miembros de un mismo cuerpo que al actuar como uno solo muestran que solo hay una cabeza que los dirige. La sinodalidad es el medio para lograr ese fin, un medio de compartir, de poner en común, de mostrar una civilización del amor que nace de “amar como Él nos ama” (Cfr. Jn 15, 34).
En palabras del papa Francisco “el amor social es la clave de un auténtico desarrollo: «Para plasmar una sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario revalorizar el amor Íntegramente en el mensaje para la IV Conferencia de las Naciones Unidas para el comercio y el desarrollo (UNCTAD) del 28 de abril de 1976, más desarrollada en el mensaje para la X Jornada de la Paz del 1 de enero de 1977. En la vida social –a nivel político, económico, cultural–, haciéndolo la norma constante y suprema de la acción»” (LS 231). Y como esto serían palabras sino hay obras, el medio para que esas dos almas sean una sola ya fue hace siglos el amor de Pedro y Pablo, y hoy debería ser el amor de todos en una sinodalidad que nos una en aquel que todo lo es en nosotros.