Los seres humanos caminamos siempre insatisfechos. Es una ley inscrita en lo más profundo de cada persona que insta a perseguir el más. El problema es cuando se eligen aspiraciones que buscan satisfacer anhelos sin tener en cuenta el costo altísimo que conllevan para quien se deja llevar por ellas. Con ídolos construidos a conciencia, y la aquiescencia de los mismos, se llenan bolsillos y se destruyen vidas. Una triste realidad que cuando se apagan las luces da la cara pasando factura. Surge entonces el desasosiego, la decepción, la impotencia, el descarado afán de no perder ese tren en el que se recorrieron kilómetros en lugar preferente, y se ofrece cualquier cosa para seguir manteniéndose en él: la familia, el buen nombre, el respeto, la dignidad… La presión de la fama es asfixiante; no tiene piedad. Después vienen los sobresaltos con la salud, las consultas, los tratamientos, la soledad… El éxito que se construye sin esfuerzo es flor marchita incluso antes de nacer.
Si Dios se deja a un lado, desde aquí lo he recordado en numerosas ocasiones, todo es válido, y la orgía de improperios pone en marcha su diabólica maquinaria en cualquiera de los espacios que medios de comunicación y redes sociales ponen a merced de los ciudadanos que buscan la fácil notoriedad, la desean para los suyos, o ven pasar las horas con la placidez del que poco tiene que hacer. Son paraísos artificiales que se ofrecen a un consumidor pasivo, descreído o ajeno a la inmensa riqueza que aporta el mundo real, y desde luego falta del elemental espíritu crítico.
¿De qué vale alimentarse de esos mezquinos espectáculos que trafican con la intimidad ajena? ¿Queremos pasar por la vida rechazando valores que de forma gratuita tenemos a la mano? ¿Qué sentido tiene afligirse por no tener seguidores? Afligirse por las guerras, el hambre, la miseria… y por tantos otros sufrimientos que recorren el orbe de forma permanente, sin olvidar el miedo ante el peligro de una eventual catástrofe nuclear, que, Dios no lo quiera, nos destruiría. Otra clase de aflicción no se explica más que por la banalidad de una vida que solo tiene en cuenta sus propios intereses, por el desconcierto ante un horizonte que se prometía lleno de aplausos y que terminó diluyéndose en la papelera. ¿O es que se pretende huir de la realidad? ¿Es esta la forma de hallar una higiene mental ante el desasosiego de noticias preocupantes? Se atribuye al seguimiento de Cristo, a la vivencia del Evangelio, una esclavitud. Pero ésta se halla en cualquier esquina y se reconoce porque no libera; se hace con adeptos que no quieren abandonarla.
¿Por qué desear lo menos cuando se puede tener lo más? Todo se queda aquí excepto el bien que hagamos por los demás, bien que revierte en uno mismo. Dios es el que ha hecho brotar la fama imperecedera de la falta de notoriedad perseguida; es el supremo artífice de la misma. Entregándole la fama, al igual que la vida, se recobra. Al respecto y casi en vísperas de la festividad de Todos los Santos viene a mi memoria la existencia de una santa que murió en olor de santidad, pero abandonada a su suerte, eligiendo para ella una tumba tan humilde como discreta. En un momento determinado se quiso borrar su memoria recurriendo a procedimientos agresivos para que desapareciera. Pero Dios tenía otras previsiones, y la que en vida fue casi una perfecta desconocida, oculta prácticamente a los ojos del mundo, un día surgió desde las sombras en las que quisieron encerrarla y su virtud fue públicamente aclamada y reconocida. Es Germana Cousin: la “santa sin historia”. Creo que es una buena y oportuna lección en un mundo lleno de afanes que olvida que estamos en manos de Dios y que nada sucede sin que Él lo determine. ¡Ah!, y no cuesta nada ponerse en sus manos. Tan solo nos pide caridad.
Isabel Orellana Vilches