Diez años transcurridos desde que este “címbalo de Dios”, como lo denominé cuando subió a la sede de Pedro, irrumpió en la plaza de Bernini con la sencillez y desnudez del apóstol de Cristo sorprendiendo al mundo ya simplemente con el nombre elegido, indudablemente significativo, como se ha ido viendo: el del Poverello, el servidor de todos, despojado de bienes materiales y desprendido de las razones que son compendio de cálculos humanos. Un Pontífice que hizo correr ríos de tinta, que fue aclamado por los que esperaban diese un giro a la Iglesia, muchos de los cuales habían recusado al menos algunas acciones del pontificado del gran Benedicto XVI. No hay más que volver a las hemerotecas para constatar el sonido de las salvas con que se acogió a un Papa que parecía iba a poner los puntos sobre las íes de aquello que la simpleza ratonil de algunos juzgaron debía hacerse para restaurar lo que su predecesor no enfocó debidamente. Ya dije en este espacio y en otros que es un craso error. Jamás hubo desavenencias entre ambos pontífices sino una comunión fraterna, un respeto y cariño innegables.
Pero la aclamación y expectativas que muchos de los que luego han sido sus detractores pusieron en Francisco se fueron disipando tras los primeros cinco años de pontificado. Es la fragilidad humana. Le acogieron bajo ideas sesgadas, inmaduras, con fútiles criterios; se lanzaron proclamas centradas en signos externos únicamente. Y siendo estos de gran alcance, no sirven por sí mismos para abarcar la totalidad de la intimidad del corazón de un elegido por el Espíritu Santo para regir la Iglesia. En diez años, quienes lo alabaron y acogieron esperando ver respondidas sus humanas expectativas, y el resto del mundo que ha continuado amando a este Vicario de Cristo en el que reside la unidad de la Iglesia, ya ha habido ocasión de constatar su fortaleza, su visión, la fe que le sostiene frente a las adversidades, todo ello junto a su piedad, oración y sentido del humor. Lleva años siendo acosado desde algunos frentes, atacado sin piedad, criticado y reconvenido, acusado, exigiéndole gestos, compromisos, y cambios de paradigma en la Iglesia a conveniencia de algunos. Es el precio del apóstol, del servidor humilde, ejemplar, que no hay día que se retire sin rogar que se rece por él.
La autenticidad del apóstol está marcada en la cruz que porta. Todo el que siga a Cristo sabe que ha de ser objeto de toda clase de maledicencias, de persecuciones. Pero el celo de la casa de su Padre, de nuestro Padre celestial, devora a Francisco. Y a pesar de su dañada salud no nos deja en la estacada, y acude a las periferias del mundo. Siempre en salida, como quiso que fuese la Iglesia, peregrina, caminante, guiándola acorde con lo que el Espíritu Santo le dicta. “Hice lo que el Espíritu Santo me iba diciendo que tenía que hacer. Y cuando no lo hice, me equivoqué”, ha manifestado.
Su pontificado tiene ya un sello indeleble: el de los genuinos hijos de Dios, acorde a lo que el Espíritu Santo ha querido para este tiempo convulso que discurre entre pandemias y guerras sin fin. Nadie puede negar en Francisco su sensibilidad hacia los problemas sociales. Es un apóstol de los pobres, de los marginados y excluidos por diversas razones. Un Papa con “olor a oveja”, que sale a los caminos a buscar a los desheredados de la tierra y los coloca en el centro. Un Pontífice solidario, justo, dador y defensor de la paz. Implacable ante los gravísimos abusos sexuales, abordando problemas de la Curia Romana cuya compleja reforma ha reemprendido haciéndola, además, con toda autoridad moral porque es un Papa austero: “limpiar el Vaticano es como limpiar la esfinge de Egipto con un cepillo de dientes”, ha dicho usando esas imágenes tan pedagógicas a las que nos tiene acostumbrados. Es realista, tiene los pies en la tierra. Y ello se aprecia en el esfuerzo que viene realizando para ayudar a resolver problemas de impacto mundial: el cambio climático, los refugiados, el hambre, la pobreza, la pandemia o las guerras. Ha destacado el papel de la mujer en la Iglesia, que ha pasado a dirigir departamentos hasta el momento regidos por clérigos. Hemos aprendido de su mano el riesgo que subyace en el clericalismo y conocida su apuesta para que se respete y ejerza la subsidiariedad, siempre ayudando. Nos ha familiarizado con la sinodalidad que es caminar unidos.
Encíclicas como la Lumen Fidei, Laudato Sí y Amores Laetitia condensan sus preocupaciones. Las dos últimas, además, con un claro sesgo ecuménico. Todo ello junto a sus Exhortaciones Apostólicas, las Cartas Apostólicas, los discursos y las catequesis revelan la riqueza de la entrega de un Pontífice que continúa ofreciéndose, libándose día a día por Cristo y su Iglesia que somos cada uno de nosotros. Hemos de agradecerle también que en su oración y desvelos mantenga la unidad de todos y nos recuerde que no se comercia con el Evangelio. Que la Palabra de Dios es sagrada y no se puede estar modificando la moral a conveniencia, como algunos pretenden.
Larga vida al Papa. Te queremos y oramos por ti.
Isabel Orellana Vilches