Lectura del santo Evangelio según Juan (10, 22-30)
Se celebraba entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación del templo. Era invierno, y Jesús se paseaba en el templo por el pórtico de Salomón. Los judíos, rodeándolo, le preguntaban: «¿Hasta cuándo nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Mesías, dínoslo francamente». Jesús les respondió: «Os lo he dicho, y no creéis; las obras que yo hago en nombre de mi Padre, esas dan testimonio de mí. Pero vosotros no creéis, porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen, y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, lo que me ha dado, es mayor que todo, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno».
Yo y el Padre somos uno
El escándalo que se adivina en los oídos de los judíos que interpelan a Jeesús acerca de su carácter mesiánico es el mismo que podemos imaginar hoy a nuestro alrededor cuando alguien cae en la cuenta de que las enseñanzas de ese buen hombre que es el Nazareno que pasó predicando y haciendo el bien son las palabras de Dios. Es más, que el mismo Jesucristo es la Palabra de Dios. La definitiva. Y que no hay diferencia esencial entre el Padre y el Hijo en presencia del Espíritu Santo. Ahí es donde se cortocircuitan las ideas de quienes querrían seguir al Jesús hombre pero no se atreven a dar su apoyo definitivo al Jesús Dios. Jesús y el Evangelio que predicó pueden pasar, en nuestro mundo rastrero, por un coleccionista de máximas de autoayuda, un justo empeñado en hacer el bien o hasta un iluso que sueña con el amor como motor de la existencia, pero a muchos de nuestros contemporáneos no les cabe en la cabeza que eso viniera de Dios y a Dios volviera una vez resucitado. Esa es la piedra angular de nuestra fe y esa es la que desechan hoy por hoy los arquitectos de nuestras sociedades mundanas.