Lectura del santo Evangelio según san Juan (2, 13-22)
Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre». Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora». Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?». Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré».
Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?».
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la Palabra que había dicho Jesús.
Hablaba del templo de su cuerpo
Comentario
En la fiesta de la dedicación de la basílica de San Juan de Letrán, sede episcopal del obispo de Roma, la Iglesia nos propone el relato de la expulsión de los mercaderes según el cuarto evangelista. Juan lo coloca al principio de su Evangelio, señalando así la ruptura con la tradición que implica el seguimiento de Cristo: las viejas estructuras del poder religioso están caducas y Jesús viene a echarlas abajo con estrépito. Empieza por desbaratar el entramado de poder y mercantil que oculta la gloria de Dios manifestada en el templo de Jerusalén. Con su venida, encarnado por obra y gracia del Espíritu Santo, el templo donde se manifestaba la divinidad deja de tener sentido porque es el cuerpo del Cristo el nuevo templo. El evangelista adorna su relato con tintes proféticos, incluso ese azote de cuerdas que era símbolo mesiánico. Pero ni eso les abre los ojos a los responsables del templo, que le piden credenciales a Jesús. Es entonces cuando él mismo profetiza su resurrección, que nadie -ni los enemigos ni sus discípulos- son capaces de entender hasta que haya sucedido.