Lectura del santo Evangelio según san Mateo (28, 8-15)
Ellas se marcharon a toda prisa del sepulcro; llenas de miedo y de alegría corrieron a anunciarlo a los discípulos.
De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: «Alegraos». Ellas se acercaron, le abrazaron los pies y se postraron ante él. Jesús les dijo: «No temáis: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán».
Mientras las mujeres iban de camino, algunos de la guardia fueron a la ciudad y comunicaron a los sumos sacerdotes todo lo ocurrido. Ellos, reunidos con los ancianos, llegaron a un acuerdo y dieron a los soldados una fuerte suma, encargándoles: «Decid que sus discípulos fueron de noche y robaron el cuerpo mientras vosotros dormíais. Y si esto llega a oídos del gobernador, nosotros nos lo ganaremos y os sacaremos de apuros». Ellos tomaron el dinero y obraron conforme a las instrucciones. Y esta historia se ha ido difundiendo entre los judíos hasta hoy.
Comunicad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán.
El anuncio de la Resurrección alcanza primero a las mujeres. Conviene detenerse en ese dato porque fácilmente lo hubieran podido ocultar los discípulos, las primeras comunidades y quienes plasmaron los relatos de los evangelistas. El testimonio de las mujeres no era tenido en cuenta en Israel, una sociedad patriarcal donde los judíos ortodoxos rezaban cada mañana una acción de gracia por haber nacido varones. En ese contexto se entiende todavía más el escándalo que debió suponer que la primera noticia de la desaparición del cuerpo de la tumba la dieran las mujeres que iban a embalsamarlo. Cuando Pedro y Juan corren a porfía en pos del sepulcro no hacen sino lo oportuno: ratificar o desmentir, como varones, el testimonio de las mujeres del grupo. Con este exordio, ya podemos centrarnos en el mensaje en sí: en Galilea empezó todo y a ese origen de su vida pública remite el Viviente para que sus seguidores crean en él y en su resurrección. Es volver al amor primero, que dirá San Juan en su primera carta, al amor de Dios que antecede incluso a la fe en el Resucitado. Ese amor de Dios como padre y madre amorosos que es, como Galilea, allí donde todo empieza una vez más.