Lectura del santo Evangelio según san Juan (6, 30-35)
Le replicaron: «¿Y qué signo haces tú, para que veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: “Pan del cielo les dio a comer”». Jesús les replicó: «En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo». Entonces le dijeron: «Señor, danos siempre de este pan».
Jesús les contestó: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás».
No fue Moisés, sino que es mi Padre el que da el verdadero pan del cielo.
Se acentúa aquí el paralelismo entre el maná del desierto y el Pan de Vida que comulgamos en cada eucaristía. Claro, que esa es una interpretación a posteriori, a la luz de nuestra fe. A la de la muchedumbre que lo sigue, no hay nada de eso. Piden con insistencia un prodigio todavía más espectacular que dar de comer a más de cinco mil personas con unos mendrugos y muy poco pescado. Su sed de asombro es insaciable, al contrario que su barriga. Y demandan otro milagro, pero Jesús responde con una réplica que los desencaja. El maná del desierto sirvió para salvar de la extenuación y la muerte a los israelitas que vagaban en pos de la tierra prometida: el Pan de Vida, el Cuerpo y la Sangre del Señor de cada eucarristía, sirve para salvar de la extenuación espiritual y la muerte del pecado a los cristianos que caminan por este valle de lágrimas en pos de la patria celestial. Es Dios quien alimenta a su pueblo en ambos casos porque es a Dios a quien se debe dirigir la gloria y la alabanza de los salvados: los israelitas del desierto y nosotros, peregrinos de esta tierra.