Es archisabido que la violencia engendra violencia. Desposada con los bajos instintos se torna en muerte espiritual, psicológica, y en numerosas ocasiones física. Cuando la conciencia moral parece inmutable ante cualquier fechoría, por grave que sea, el mal crece de forma inconmensurable. Parece imposible que haya personas que habiendo sufrido toda clase de agresividad en su familia no reproduzcan en su vida la misma crueldad con la que fueron tratadas, y que se rediman de todo ello. Sin embargo, para Dios no hay límites; todo en él se desborda con carácter absoluto: su misericordia, su piedad, su bondad y gracia alcanza a cada uno de los seres humanos con independencia de las tragedias que hayan sufrido y de la responsabilidad que tengan como culpables de los más abyectos crímenes. Y por eso la ciencia que se ocupa de tratar de sanar ciertas heridas no puede asegurar que una persona dañada no vaya a recuperarse, dando por hecho que se ensañará con sus congéneres porque es patrón que se repite irremisiblemente. Si alguien maltratado casi al extremo se eleva sobre sus graves miserias, desde luego es porque una gracia divina le asiste, y más cuando se abre los brazos a autor de la vida: nuestro Padre celestial.
Y eso le ha sucedido a un hombre de mediana edad que descendió a las profundidades del abismo en su propio su hogar y que ya bien entrada en su treintena reparó en la vida disoluta que había llevado. Un hombre con un curriculum plagado de tristezas y angustia que hizo de él un vagabundo que iba en pos de un espejismo: la felicidad que se le resistía, y las eternas preguntas balbuciendo en su interior aunque durante años no las identificó: ¿Quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿para qué estoy aquí?… Únicamente percibía el eco de un vacío sin fondo en el que iba sumergiéndose, yendo de un lado a otro para no llegar a ninguna parte; una clara huida de sí mismo sin otras expectativas. Excepto asesinar a alguien y ser asesinado por otros, poco le quedaba por hacer en esa existencia atormentada y llena de vicios. Hasta que un día alguien, un amigo católico que había orado por él durante varios años, le invitó a un retiro espiritual. Un apóstol que no lo juzgó, no lo condenó de antemano, que compartía con él ciertas tendencias, pero se confesaba católico, y supo esperar el momento oportuno, respetando el tiempo con paciencia porque cada uno responde y acoge la Palabra divina de forma singular en modo, tiempo y forma. Y entonces este hombre, David Espitia Lerma, que iba dando tumbos, conoció por vez primera lo que es el verdadero amor: el sublime amor de Cristo. Y ante la Eucaristía su corazón se agitó como nunca, sintiendo una emoción incontenible acompañada por la decisión irrevocable de mudar completamente de vida.
Escuchar su relato es contemplar el esplendor de la luz divina que se muestra en “vasijas de barro”. Magnífica metáfora utilizada por el apóstol san Pablo en su carta a los Corintios mostrando que es precisamente cuando la persona sale de lo más ruin, de haber vivido en la bajeza, cuando se aprecia que es la proyección de la gracia quien le confiere una luminosidad que el mundo jamás podría darle. Y es así, que en medio de las flaquezas el seguidor de Cristo constata esta realidad: Es la obra que Dios realiza en él con él porque respeta su libertad, y así puede decir con el apóstol: “Pero llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros (2 Cor 4:7).
Este testigo de Cristo, que ahora vive para alumbrar a los descarriados con la gracia que ha recibido, es un imponente dador de esperanza y nueva muestra de que la conversión no es una entelequia. Vean, si no, su testimonio aquí.
Isabel Orellana Vilches