Los recuerdos son vida, historia que se renueva cada vez que se comparten. Los años acumulan vivencias, hechos que han trazado trayectorias a veces amables y otras quizá no tanto, y no se pueden borrar. Son nexo de unión entre personas, eslabones de cariño y amistad. Evocaciones de sabores, colores, paisajes, miradas y palabras envueltas en pliegos de ternura, como los besos de las madres, y el prieto abrazo de los padres que a veces esconden la emoción aparentando fortalezas inexistentes Es la familia el escenario donde nacen y nunca mueren los acontecimientos que hicieron de nosotros hombres y mujeres de bien, aunque ciertamente en no pocos casos han quedado envueltos por la turbiedad del desarraigo que brota de la violencia. Toda felicidad compartida sella de manera indeleble los recodos del corazón. Y a ella está ligada la añoranza, un sentimiento dulce y a la par doloroso si la nostalgia por el pasado, que nunca regresará, trae memoria de esos seres queridos que se fueron y sin los cuales no seríamos lo que somos.
Pero las emociones que no son siempre sanas conviene tenerlas a buen recaudo. Saber encauzarlas y mantenerlas a raya es todo un arte que no todos son capaces de dominar. En los procesos de duelo la rememoración de aquello que nos ligó a nuestros familiares es crucial, ya que se debe dejar fluir cuanto aflore a los labios respecto a su paso por nuestra existencia, aunque se nublen los ojos y se sienta como se exprime el corazón. Sin embargo, no es bueno alargar la nostalgia. A fin de cuentas, nunca nada ni nadie podrá borrar el amor hacia nuestros padres, hermanos, hijos… que cuando se van físicamente siguen viviendo en nosotros. “La vida sería imposible con el recuerdo. Todo está en escoger lo que hay que olvidar”, decía Maurice Martín du Gard. Sin ir tan lejos, yo diría que la clave para discernir qué conviene hacer está en el grado de sufrimiento, en la tristeza, en la pena que cada cual experimente y que puede alargarse en el tiempo porque uno mismo la intensifica. Este sí es un dolor evitable Si es difícil soportar la pérdida, hecho que se produce al margen de la fe, hay que gestionar las emociones eligiendo fórmulas que ayuden a serenar el ánimo y reconducir el sendero de una vida que ya no tendrá como compañeros de camino a los que fueron cruciales en la misma.
Por otro lado, la añoranza tiene su vertiente espiritual. Por ejemplo, pueden interponerse en una vocación recuerdos de otros tiempos que espolean la melancolía porque una misión determinada ha podido alejar físicamente al consagrado de sus familiares, o experimenta una resistencia a tener que abandonar un territorio, un trabajo, unos compañeros, etc. Hay que huir de ello. Cristo deja claro el grave riesgo en el que se incurre. “Nadie que ponga la mano en el arado y vuelva la vista atrás es digno de mí”. Todo tiene su tiempo y del que disponemos, que está medido, no podemos echarlo por la borda. Se nos llama a desnudarnos de toda razón y no dejarnos cautivar por las emociones. Sin embargo, constituye innegable riqueza recordar cuánto aprendimos de otros congéneres, mantener vivas experiencias compartidas que alientan la perseverancia.
Cristo no impone el olvido. No prohíbe recordar los buenos momentos. Sería un atentado gravísimo a la caridad que Él mismo nos ha enseñado. Si él lloró ante la muerte de su amigo Lázaro, si supo enjugar las lágrimas de quienes tuvo al lado, ¿cómo iba a pedirnos que fuésemos piedras? Todo lo contrario: encarnando la humanidad en grado sumo, quiso ver en nosotros la sensibilidad, la delicadeza, la gratitud y el cariño hacia todos los que nos rodean: los vivos y los que dejaron este mundo. El llanto es un lienzo de amor. La añoranza es bella cuando los recuerdos lo son y no nos esclavizan. Más allá, por las razones expuestas, sólo se hallará el sinsentido del sufrimiento.
“El recuerdo es solera del alma/cuando se le adopta con corazón bueno. Si lo contrario, envenena”. (Transfiguración. Fernando Rielo).
Isabel Orellana Vilches