Miércoles de la XXIII semana del Tiempo Ordinario (B)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas (6, 20-26)

Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.

Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.

Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.

Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas.

Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!

¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre!

¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis!

¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas.

Bienaventurados los pobres. Ay de vosotros, los ricos.

Las bienaventuranzas son como la constitución de los cristianos: un programa de vida para su cumplimiento sin excusas si uno quiere tomarse en serio la vivencia de su fe. Lucas reduce las bienaventuranzas de ocho a cuatro. Pero no se pierde nada: bienaventurados son los pobres, los hambrientos, los que lloran y los que son perseguidos por su compromiso con Cristo. Ahí está resumida toda la verdad del seguidor de Cristo: en su pobreza, en su hambre, en su llanto y en la tribulación que le ocasiona su implicación. Y para que quede todavía más evidente, Lucas remacha esas cuatro bienaventuranzas con sus contrarias, las imprecaciones que dirige el Señor con esos ayes que suenan a presagio de calamidad. Los ricos, los que están saciados, los que ríen y banquetean y los que son obsequiados en esta vida son desgraciados. Jesús considera que la riqueza, la hartura, la alegría y los halagos corrompen el alma humana de una manera que ni podemos imaginar hasta hacerla mundana, apegada a los placeres de este mundo y desentendida de la aspiración de la gloria celestial. Son obstáculos, pero tan poderosos y tan difíciles de sortear, que el Señor nos previene contra ellos. Una y otra vez, en el Evangelio queda claro que la pobreza, el hambre, el sufrimiento o la persecución no son requisitos, sino llaves maestras para aspirar a una vida mejor y más plena. Con el estómago vacío no se puede filosofar, como dice acertadamente el adagio, pero con el estómago lleno no se puede orar.

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