Un religioso silencio envuelve el corazón. Palpita con todos los que han perdido seres queridos y pertenencias en estos días en tantos pueblos de España, tragedia que de un modo u otro no cesa de golpear la vida de muchos seres humanos a lo largo y ancho del mundo. No hay palabras que puedan consolar a quienes sufren de este modo. Nadie puede hacer que regrese el día anterior a la catástrofe y deje en suspenso todo el horror en el que llevan sumidos los que han logrado sobrevivir. La DANA ha vuelto a poner de manifiesto la singularidad del sufrimiento en estas interminables jornadas, la impotencia ante tamaño infortunio, y no es posible imaginarse en qué grado inunda la mente de una persona que vive sumida en la incertidumbre, el miedo, la soledad, el llanto… ¡Qué difícil recomponer una existencia que se ha quebrado de forma inesperada arrebatando lo que más se quiere, lo esencial para vivir, los legítimos sueños de futuro y los gozos del presente!
¿Qué decir? En momentos de tanto sufrimiento es natural no hallar expresiones para reconfortar a quien lo padece. Se puede tratar de imaginar el dolor, pero únicamente quien lo experimenta en carne propia sabe lo que es, lo que se siente, conoce la angustia y el temor. Cuando el 28 de mayo de 2006 Benedicto XVI visitó el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau quedó estremecido, y entonces manifestó: «En un lugar como este se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios: ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto? Con esta actitud de silencio nos inclinamos profundamente en nuestro interior ante las innumerables personas que aquí sufrieron y murieron. Sin embargo, este silencio se transforma en petición de perdón y reconciliación, hecha en voz alta, un grito al Dios vivo para que no vuelva a permitir jamás algo semejante».
Son sentimientos que estos días compartimos viendo ese escenario convertido en un espantoso lodazal de barro bajo cuyas fauces gigantescas ha engullido vidas, víveres, negocios, edificios, puentes, caminos… Un campo de concentración que ha mantenido apresados a los moradores de los pueblos españoles invadidos por una hecatombe generada por el agua, sin parangón en la historia de nuestro país, al menos en la reciente. Impresiona y emociona por igual la respuesta unánime y solidaria de las miles de personas que han corrido a prestar auxilio a los damnificados, una marea humana que ha puesto de manifiesto la rotunda vigencia de los valores del ser humano, como se ha repetido en estos días en todos los medios y redes sociales. La humanidad, la empatía, la compasión, la valentía, etc., están siendo una de las caras de esa moneda que tiene como contrapunto la cruz.
La marca del sufrimiento nunca se borra. Pero con él se están dando lecciones formidables, unas van saliendo y otras lo harán, de una ciudadanía que vive, aunque no lo sepa, inmersa en lo que dice Cristo en el Evangelio: si amas a tu prójimo me amas a Mí. Los que no podemos estar socorriendo a nuestros hermanos, sí podemos rezar, como nos ha recordado el papa Francisco en el Ángelus del domingo pasado. Hagámoslo. Hay mucho que hacer y que recomponer. En medio del dolor habita Cristo. Uniendo mis oraciones a las de todos, termino con estas palabras de Fernando Rielo, fundador de los misioneros identes, que creo llevan consigo al menos un rayo de esperanza: «No hay lágrima de la que Dios no guarde preciosa memoria».
Isabel Orellana Vilches