Hace cinco años asistí con ilusión y curiosidad a la I Muestra de Cine Espiritual que se celebraba en Sevilla. La película con la que arrancaba el ciclo, y que me motivaba especialmente, era “Prefiero el Paraíso”del director Giacomo Campiotti, biopicsobre San Filippo Neri (Giggi Proietti), uno de los santos más queridos en la historia de la Iglesia y ‘segundo apóstol’ de Roma. Pese a los momentos difíciles de su sacerdocio, que coincidieron con el Concilio de Trento y la Contrarreforma, “Pippo, el bueno”,como se le conocía cariñosamente, supo llevar la fe a los jóvenes y a los desfavorecidos con grandes dosis de alegría y ternura…: música, juegos, cuentos, parábolas…, ‘dulces anzuelos’ que les acercaban a un Dios Padre y Amigo, la imagen más necesitada para algunos de ellos, huérfanos sin límites morales de supervivencia.
Estos serían los cimientos del Oratorio como punto físico de encuentro con Jesús a través de la oración y experiencias de comunidad, y que como método de evangelización que copiarían después en sus idearios otros santos y órdenes religiosas.
Ahora retomo este título tan poderoso, contestación de San Felipe Neri al Papa y actitud determinante en su misión, para hacer un paralelo con los que también eran mis deseos para la Muestra que nacía: encontrar ¿tal vez? un paraíso cinéfilo, un propósito cultural que destilase buenos mensajes a través del séptimo arte.
La velocidad del mercado, y en ocasiones los criterios comerciales de taquilla, nos impiden conocer trabajos muy dignos con lecciones poderosas. Sin despreciar otros géneros que igualmente disfruto, aquí no cuenta tanto ‘la nota’ de un juicio profesional, ni la crítica extra-académica. Personalmente mido una película espiritualpor su impacto y calado en emociones que incitan a la bondad, y por ese poso que permanece y brota cuando menos lo esperamos.
Por ello, como simple espectadora, agradezco esta mirada diferente que, además de entretener, interpela transmitiendo valores; un cine que sirve de espejo, maestro, acompañante…; un cine que permite viajar y empatizar con el mapa humano, conectando mundos y culturas desconocidas e inaccesibles…; una herramienta didáctica de apoyo para la familia y la escuela, especialmente con los más jóvenes que necesitan debates sanos y trascendentes…; un cine que rescate, restaure y forme al espectador haciendo visibles nuestras almas…; títulos que iluminen y nos hagan crecer en la admiración de referentes y buenas conductas… En resumen, un cine que además de “esculpir el tiempo”, en frase afortunada del gran Andréi Tarkovski,sobre todo “esculpa el corazón”.
E, inevitablemente, por nombrar este oficio tan simbólico y teológico, he recordado el precioso cuento del padre Martín Descalzo, que puede resultar más que aplicable a la tarea de cincelado y pulido que se puede conseguir a través de un buen Cine Espiritual.
EL CABALLO ESTABA DENTRO
Cuentan que un pequeño, vecino de un gran taller de escultura, entró un día en el estudio del escultor y vio en él un gigantesco bloque de piedra. Y que, dos meses después, al regresar, encontró en su lugar una preciosa estatua ecuestre. Y, volviéndose al escultor, le preguntó: «¿Y cómo sabías tú que dentro de aquel bloque había un caballo?»
La frase del pequeño era bastante más que una «gracia» infantil. Porque la verdad es que el caballo estaba, en realidad, ya dentro de aquel bloque. Y que la capacidad artística del escultor consistió precisamente en eso: en saber ver el caballo que había dentro, en irle quitando al bloque de piedra todo cuanto le sobraba. El escultor no trabajó añadiendo trozos de caballo al bloque de piedra, sino liberando a la piedra de todo lo que le impedía mostrar al caballo ideal que tenía en su interior. El artista supo «ver» dentro lo que nadie veía. Eso fue su arte.
Pienso todo esto al comprender que con la educación de los humanos pasa algo muy parecido. ¿Han pensado ustedes alguna vez que la palabra «educar» viene del latín “edúcere” que quiere decir exactamente: sacar de dentro? ¿Han pensado que la verdadera genialidad del educador no consiste en “añadirle” al niño las cosas que le faltan, sino en descubrir lo que cada pequeño tiene ya dentro al nacer y saber sacarlo a luz?
Me parece que muchos padres y educadores se equivocan cuando luchan para que sus hijos se parezcan a ellos o a su ideal educativo o humano. Padres que quieren que sus hijos se parezcan a Napoleón, a Alejandro Magno o al banquero que triunfó en la vida entre sus compañeros de curso. Pero es que su hijo no debe parecerse a Napoleón ni a nadie. Su hijo debe ser, ante todo, fiel a sí mismo. Lo que tiene que realizar no es lo que haya hecho el vecino, por estupendo que sea. Tiene que realizarse a sí mismo y realizarse al máximo. Tiene que sacar de dentro de su alma la persona que ya es, lo mismo que del bloque de piedra sale el caballo ideal que dentro había.
Ser hombre no es copiar nada de fuera. No es ir añadiendo virtudes que son magníficas, pero que tal vez son de otros. Ser hombre es llevar a su límite todas las infinitas posibilidades que cada humano lleva ya dentro de sí. El educador no trabaja como el pintor, añadiendo colores o formas. Trabaja como el escultor: quitando todos los trozos informes del bloque de la vida y que impiden que el hombre muestre su alma entera tal y como ella es.
Y los muchachos tienen razón cuando se rebelan contra quienes quieren imponerles módulos exteriores. Aunque no la tienen cuando se entregan no a lo mejor de sí mismos, sino a su comodidad y a su pereza, que es precisamente el trozo de bloque que les impide mostrar lo mejor de sí mismos. Un buen padre, un buen educador, un buen autoeducador es el que sabe ver la escultura maravillosa que cada uno tiene, revestida tal vez por toneladas de vulgaridad. Quitar esa vulgaridad a martillazos -quizá muy dolorosos- es la verdadera obra del genio creador. Razones para vivir, J. L. Martín Descalzo
Encarnación Ramírez Toral