En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento mío que no da fruto lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante; porque sin mi no podéis hacer nada. Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos.»
Palabra del Señor
Comentario
El que permanece en mí
Las vides más antiguas que sigue cultivando el hombre pueden alcanzar varios siglos de antigüedad. Convenientemente podadas y cuidadas en invierno, esas cepas retorcidas y leñosas, casi secas, obran el prodigio cada primavera del renuevo de los sarmientos de los que colgarán los pámpanos hasta la vendimia otoñal. Es una parábola preciosa, por tanto, la que el Señor utiliza para halar de sí mismo y de sus discípulos… y de la gloria del Padre a que todo lo creado se ordena. Pero hay en ese pasaje de la vid y los sarmientos del Evangelio de Juan una expresión que repiquetea la mente: «Sin mí no podéis hacer nada». Lo mismo que el sarmiento, por muy renovado que esté, no puede desarrollarse y dar fruto si no le llega la savia del tronco. Ese es Jesús, el tronco en el que nos injertamos para que nos riegue no con su savia, sino con su cuerpo y su sangre que cómelos y bebemos en el banquete eucarístico. Sin Él, no es que no podamos nada, es que no tenemos nada que hacer.