Hemos emprendido el viaje en las Bienaventuranzas y hoy nos detendremos en la segunda: Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados.
Compartir el dolor
En la lengua griega en la que está escrito el Evangelio, esta bienaventuranza se expresa con un verbo que no está en pasivo – de hecho los bienaventurados no sufren este llanto – sino en el activo: «se afligen»; lloran, pero por dentro. Es una actitud que se ha convertido en central en la espiritualidad cristiana y que los padres del desierto, los primeros monjes de la historia, llamaron «penthos«, es decir, un dolor interior que abre una relación con el Señor y con el prójimo, a una relación renovada con el Señor y con el prójimo.
Este llanto, en la Escritura, puede tener dos aspectos: el primero es por la muerte o el sufrimiento de alguien. El otro aspecto son las lágrimas por el pecado, -por nuestro pecado- cuando el corazón sangra por el dolor de haber ofendido a Dios y al prójimo.
Por lo tanto, se trata de amar al otro de tal manera que podamos unirnos a él o ella hasta compartir su dolor. Hay personas que permanecen distantes, un paso atrás; en cambio, es importante que los otros se abran brecha en nuestros corazones.
He hablado a menudo del don de las lágrimas, y de lo precioso que es. ¿Se puede amar de forma fría? ¿Se puede amar por función, por deber? No, ciertamente. Hay algunos afligidos a los que consolar, pero a veces también hay consolados a los que afligir, a los que despertar, que tienen un corazón de piedra y han desaprendido a llorar. También hay que despertar a la gente que no sabe conmoverse frente al dolor de los demás.
El luto, por ejemplo, es un camino amargo, pero puede ser útil para abrir los ojos a la vida y al valor sagrado e insustituible de cada persona, y en ese momento nos damos cuenta de lo corto que es el tiempo.
Llorar por el pecado
Hay un segundo significado de esta paradójica felicidad: llorar por el pecado.
Aquí hay que distinguir: hay quien está airado por haberse equivocado. Pero esto es orgullo. En cambio hay quien llora por el mal hecho, por el bien omitido y por la traición a la relación con Dios. Este es el llanto por no haber amado, que brota porque la vida de los demás importa. Aquí se llora porque no se corresponde al Señor que nos ama tanto, y nos entristece el pensamiento del bien no hecho; éste es el significado del pecado. Estos dicen: «He herido a la persona que amo«, y les duele hasta las lágrimas. ¡Bendito sea Dios si estas lágrimas vienen!
Este es el tema de los propios errores que hay que afrontar, difícil pero vital. Pensemos en el llanto de San Pedro, que le llevará a un amor nuevo y mucho más verdadero: es un llanto que purifica, que renueva. Pedro miró a Jesús y lloró: su corazón se renovó. A diferencia de Judas, que no aceptó que se había equivocado y, pobrecillo, se suicidó. Entender el pecado es un regalo de Dios, es una obra del Espíritu Santo. Nosotros, solos, no podemos entender el pecado. Es una gracia que tenemos que pedir. Señor, hazme entender qué mal que he hecho o que puedo hacer. Es un don muy grande y después de haberlo entendido, viene el llanto del arrepentimiento.
El dolor ligado al amor
Uno de los primeros monjes, Efrén el Sirio dice que un rostro lavado con lágrimas es indeciblemente hermoso (cf. Discurso ascético). ¡La belleza del arrepentimiento, la belleza del llanto, la belleza de la contrición! Como siempre, la vida cristiana tiene su mejor expresión en la misericordia. Sabio y bendito es el que acoge el dolor ligado al amor, porque recibirá el consuelo del Espíritu Santo que es la ternura de Dios que perdona y corrige. Dios perdona siempre: no lo olvidemos. Dios perdona siempre, incluso los pecados más feos, siempre. El problema está en nosotros, que nos cansamos de pedir perdón, nos encerramos en nosotros mismos y no pedimos perdón. Ese es el problema; pero Él está ahí para perdonar.
Si tenemos siempre presente que Dios «no nos trata según nuestros pecados ni nos paga según nuestras faltas» (Sal 103, 10), vivimos en la misericordia y la compasión, y el amor aparece en nosotros. Que el Señor nos conceda amar en abundancia, de amar con la sonrisa, con la cercanía, con el servicio y también con el llanto.
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