Llevaba mucho tiempo, demasiado, muchas noches sin dormir, dándole vueltas constantemente a lo injusto de su situación. Esa mañana habían entrado entre palmas y vítores en Jerusalén, y todo había sido distinto, había dejado de pensar incluso que todo era un error. Pero fue avanzando el día y conforme la noche fue tomando el relevo, volvieron sus convicciones firmes de que todo estaba mal.
No dejaba de pensar que se había equivocado, que había creído ciegamente en Jesús como el gran mesías, el que les iba a salvar. Pero se fue dando cuenta que cada vez era el menos importante de entre los discípulos, y para colmo Jesús no hacía más que decir que iba a morir. Y desde luego no ayudaba el descubrir cómo continuamente Jesús no dejaba de buscar conflictos.
¿Hacía falta que hiciera tantos milagros en sábado? ¡Qué necesidad de ir generando enfrentamientos con los escribas y fariseos! Constantemente se repetía estos pensamientos en su cabeza, se había adueñado de él una pesadumbre que le impedía ver las cosas de otro modo. Estaba harto, enfadado, se sentía traicionado, incluso cansado, eso cansado, muy cansado. En el corazón de Judas se iban apoderando cada vez más malos pensamientos, de modo que llegaba a despreciar los signos milagrosos que Jesús estaba haciendo. Para él eso no era suficiente, no entendía cómo no hacía las cosas de un modo más fácil, menos beligerante
incluso. En estos pensamientos, siempre surgía una pregunta en la cabeza de Judas: ¿Acaso no se daba cuenta que les estaba poniendo en peligro a todos y que ya no le hablaban ni las personas que más quería por su causa?
Judas no daba crédito al resto de discípulos, parecían ovejas calladas y cobardes, en su corazón no tenían sitio alguno porque estaban viendo lo mismo que él pero ninguno parecía reaccionar. Todos estaban teniendo conflictos en sus casas, y con los que habían sido sus amigos hasta hace poco. Todos escuchaban a los sacerdotes, levitas y fariseos proporcionar argumentos sólidos
basados en la tradición de sus familias, y aunque creía que Jesús era el mesías, no podía entender cómo iba contra todo lo que había creído hasta el momento.
Él no era tonto, y entendía que se estaba encerrando en sí mismo, pero al mismo tiempo culpabilizaba a los discípulos por no ver más allá de lo que estaba pasando. Esto iba a acabar mal, e iba a acabar mal para todos. Jesús más que convertirse en el Mesías esperado como mucho acabaría con enfrentar a unos y otros, sobre todo con los milagros en sábado. Había más cosas, por supuesto, de hecho él no entendía bien eso de que Jesús se autoproclamara hijo de Dios, pero bueno, eso eran cosas menores, que ya aclararía y entendería más adelante. Para él lo más frustrante era la inacción al ver cómo todo se podía ir al traste y nadie intentaba parar a Jesús. Bueno nadie no, Pedro sí pero rápidamente fue corregido, y sinceramente hasta le pareció bien porque Pedro iba del más responsable pero su soberbia a veces le impedía ver cómo trataba a los demás de un modo inadecuado.
Sumido en estos pensamientos Judas se dispuso camino de la cena pascual a la que había sido convocado. Había tomado una decisión, ya de hecho en una conversación que había mantenido con los sumos sacerdotes y algunos guardias estos le habían planteado que les entregase a Jesús y recibiría una justa recompensa por ello. Sinceramente no lo hacía por dinero, aunque le viniera bien, sino por todo lo que tenía en el corazón y no podía desprenderse. Necesitaba vivir en paz, libre de esos tormentos y de ese conflicto interior tan grande que le impedía pensar bien, dormir bien, y por supuesto disfrutar de nada. Aunque ese día les había dicho que sí, no tenía claro si llegaría hasta el final, de hecho intentó convencerse de no hacerlo, pero a la misma vez la herida provocada por todas las situaciones anteriores no hacía más que agrandarse día a día, e interiormente se estaba haciendo todo insoportable.
Un auténtico duelo a espada vivía en su corazón, el enorme sigilo de las calles por las que caminaba no ayudó en nada a romper esta discusión interminable. Atormentado por el miedo, la rabia interior que le estaba dominando cada vez más, y el dolor inmenso porque tenía claro que le iba a traicionar… con una amalgama irreconciliable de todos estos sentimientos llegó al
lugar donde estaban reunidos todos.
La mesa estaba preparada, habían cocinado todo lo necesario para vivir una Pascua según los preceptos. Y es que hasta eso mismo le generaba gran enfado, ¡cómo podían insultar sus tradiciones si luego no dejaban de incumplirlas! Resonaba en su cabeza con cada gesto pascual.
Durante la cena vio a Jesús repetir los signos que había hecho cuando multiplicó los panes y los peces junto al lago, y escuchó como les dedicaba unas palabras. Pero ningún sonido podía entrar en su cabeza ante el enorme ruido que había montado en esa discusión sin salida sobre si traicionarle o no. Pero entonces todo el ruido se paró, Jesús había comenzado a lavar los pies a todos los discípulos, un gesto nuevo, y sinceramente algo que le dejó sin saber qué pensar bien. Atontado ante esta realidad fue percatándose que era a todos, y de hecho que le iba a tocar a él. Eso aún le aumentó más la sensación de vértigo. Ante lo cual, cuando llegó y le miró, no supo si indignarse o enternecerse. Por desgracia optó por lo primero y el rencor y rabia interior lograron adueñarse de su ser hasta el punto que le molestaba haber creído en algún momento que Jesús pudiera ser el gran mesías, ¡cómo era posible que un mesías se arrodillase ante los hombres, vergüenza le tendría que dar, vergüenza! Un auténtico mesías si es enviado por Yahveh no puede humillarse de esa forma, no puede.
Se sentía totalmente poseído por estos pensamientos de rabia anclado en la desilusión de quien puso todo en el corazón de Jesús y ahora ve desmoronarse su vida, por un solo culpable… ¿cómo había sido tan iluso al haberle creído…cómo? En esas Jesús había comenzado a dedicarles un discurso de los suyos, ¡otro más! Judas indignado no le podía prestar atención a sus palabras. Pero en un instante se generó cierto murmullo entre todos, desconocía el motivo, y entonces Jesús se giró mirándole cara a cara, dándole un trozo de pan que tenía en sus manos, a lo que Judas respondió tomándolo y comiéndolo. Pero la mirada del que había sido su maestro se hundió en sus entrañas, y escuchó de su boca cómo le decía: “¡Lo que vas a hacer, hazlo pronto!”. Todo su interior se removió en ese instante, un vuelco del alma que de repente se vio desnuda ante quien lo había sido todo para él, y un pánico terrible se adueñó de su ser… hasta tal punto que sin pensar ni lo que hacía saltó de la mesa sin poder medir sus gestos, y abandonó la casa sin rumbo definido. Era una locura, ¡todo esto era una locura! ¡lo sabía, seguro que lo sabía! ¡Esto tenía que acabar ya! Y en pleno éxtasis donde rabia y miedo se apoderaron de todo su ser, corrió como quien teme que le alcance la sombra de su miseria hasta donde estaban los sacerdotes y levitas que le habían ofrecido pagarle si les daba el paradero. Allí como pudo les indicó donde estaban, pero ellos querían asegurarse y le pidieron que les dijese donde irían a estar luego, así que cuando les comentó que lo normal era que fueran al monte de los olivos.
Sintió como su alma se quitaba un peso enorme de vergüenza. Pero los fariseos sin escrúpulos le exigieron que les llevase él mismo. Así sin darse cuenta se encontraba llegando donde estaban los discípulos en medio de un grupo armado, con sus antorchas en las manos y el fuego en los ojos de ira. Sin saber cómo evitarlo pidió que le dejasen ir a ver a Jesús y así sabrían quién era. Llegando, vio cómo Jesús le salía al paso y acercándose Judas le dio un beso en la mejilla… el beso de una despedida, de quien ama de corazón pero a tantos kilómetros de distancia del otro que los labios nunca logran unirles, de quien está tan roto interiormente que lanza desesperado una salva para marcar el camino de su perdición, de quien no puede ni soportarse a sí mismo.
Así Judas lloró amargamente, porque había dejado vencer a la rabia en su corazón, había sido derrotado por él mismo, por esa soberbia que siempre le había marcado y a la que no había logrado vencer nunca. Tan derrotado estaba que no pudo más que huir de ahí, como alma desposeída de flotador que busca alcanzar el aire para poder respirar. Con toda esa angustia corrió y corrió, roto por dentro y por fuera, desesperado, llegó incluso a la casa donde había visto a los fariseos para devolverles las treinta monedas que le habían dado. Estas se habían convertido en lanzas que herían su alma desgarrándole, desangrándole, destrozando todo lo que era. Su vida no tenía sentido, nada le quedaba, había perdido a los suyos por haber seguido a Cristo, había perdido a los discípulos por haber traicionado a Jesús, y había perdido a Jesús por traicionarse a sí mismo. Lo mejor que podía hacer era ahorrarles a todos más sufrimientos… lo mejor que podía hacer era desaparecer de este mundo para siempre y nadie más tendría que sufrir por su incapacidad, por su ineptitud.
Nadie sufriría más por su culpa.
Carlos Carrasco