Lectura del santo evangelio según San Lucas (9, 18-22)
Una vez que Jesús estaba orando solo, lo acompañaban sus discípulos y les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos contestaron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros dicen que ha resucitado uno de los antiguos profetas». Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?».
Pedro respondió: «El Mesías de Dios».
Él les prohibió terminantemente decírselo a nadie, porque decía: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar al tercer día».
Comentario
El Mesías de Dios
El evangelista retoma en esta perícopa la misma idea que nos dejó la liturgia de ayer, con la cuestión formulada por Herodes sobre la persona de Jesús de Nazaret: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Pero ahora cambian radicalmente los protagonistas y son sus discípulos, los apóstoles que él mismo llamó, los que se ven confrontados con la pregunta que sigue resonando dos mil años después: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Eso, quién dices tú que es Jesús. Para ti, en tu día a día, en tu vida, en tu espiritualidad, qué lugar ocupa, a quién tienes por Señor. Entonces Pedro ejerce de portavoz y hace una confesión canónica: «El Mesías de Dios». Cualquiera de nosotros no lo habría dicho mejor. Pero entonces, ¿por qué Jesús les prohíbe terminantemente a los suyos decíserlo a nadie? ¿No está completa la respuesta, le falta algo acaso? Sí. Ese enviado de Dios que Israel esperaba podía dar lugar a malas interpretaciones o defraudar expectativas. A ese «Mesías de Dios» le falta la explicación que de labios de Jesús adquiere tintes proféticos: le falta el sufrimiento, la pasión, el tormento de la cruz para que estalle la gloria de la resurrección al tercer día. Sin esa aclaración está incompleta la respuesta del «Mesías de Dios». Es en la cruz y en el sepulcro vacío donde se entiende sin equivocación al enviado de Dios.