Martes de la 18ª semana del Tiempo Ordinario (B)

Lectura del santo Evangelio según Mateo (14, 22-36)

Enseguida Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla mientras él despedía a la gente.

Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo. Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma. Jesús les dijo enseguida: «¡Animo, soy yo, no tengáis miedo!».

Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua». Él le dijo: «Ven». Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: «Señor, sálvame». Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?». En cuanto subieron a la barca amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él diciendo: «Realmente eres Hijo de Dios».

Terminada la travesía, llegaron a tierra en Genesaret. Y los hombres de aquel lugar apenas lo reconocieron, pregonaron la noticia por toda aquella comarca y le trajeron a todos los enfermos. Le pedían tocar siquiera la orla de su manto. Y cuantos la tocaban quedaban curados.

Comentario

Mándame ir a ti sobre el agua

El diálogo entre Pedro y Jesús resulta muy ilustrativo de nuestra propia actitud ante la fe. Ese «ven» con el que el Señor atrae hacia sí a Pedro obtiene una respuesta inmediata y sin vacilaciones por parte del discípulo, que arrostra el riesgo de caminar sobre las aguas sin aparente miedo. Sólo cuando dudamos, cuando vacilamos en nuestra experiencia de encuentro con el Señor, sentimos el vértigo de estar haciendo algo que supera nuestras fuerzas y esa vacilación es la que nos hace caer. Necesitamos de Cristo como Pedro cuando siente que se hunde. Ese grito de «Señor, sálvame» es el mismo que pronunciamos cualquiera de nosotros cuando nos damos cuenta de que, sin Dios, nada podemos y que necesitamos de su misericordia para sobreponernos a las limitaciones.

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