Era verano. Por fin había llegado mi único momento del día de relax: sola, tumbada al sol, en la playa. ¡Un rato de desconexión!
De repente, noté que una sombra se interponía entre el sol y mi cuerpo. Me incorporé, dispuesta a echar la bronca a mi marido o uno de mis hijos, que se atrevían a interrumpir mi merecido descanso. Y entonces, lo vi: un cuerpo perfecto, una cara amable, y una sonrisa encantadora dirigida a mí.
-Se le ha volado la pamela. Perdone mi indiscreción, pero estaba observándola, atraído por su piel dorada y su melena recogida de forma tan graciosa, y he visto cómo la pamela salía volando. Aquí la tiene. Buenas tardes.
Y, con una sonrisa en los labios y en los ojos, y una leve inclinación de cabeza, se despidió tan rápido como había llegado.
No me dio tiempo más que a articular un torpe “gracias”. Y se me quedó una cara de bobalicona que, más tarde, ya en casa, para explicar mi aire ausente y esa cara de tonta, tuve que decir que es que una amiga me había contado algo, sin querer entrar en más detalles.
Al día siguiente estaba de nuevo en la playa, a mi hora acostumbrada, habiendo dejado ya todo hecho en casa. Otra vez sola, dispuesta a disfrutar de mi ratito. Recordé la escena del día anterior y, con una sonrisa en la boca, me tumbé sobre la toalla.
-Así me gusta más. Su sonrisa ilumina esa cara preciosa.
De nuevo junto a mí, y hoy sin excusa alguna. No sé por qué, pero noté cómo se me aceleraba el pulso. Con nerviosismo, agradecí sus amables palabras. Se sentó junto a mí, sobre la arena, y entablamos conversación. Temas intranscendentes; una conversación ligera y desenfadada. Nada por lo que me debiera sentir comprometida. Sin embargo, al llegar a casa, disimulé mi cara de felicidad, y no mencioné el encuentro.
Día tras otro se fue repitiendo la escena. Yo anhelaba que llegara ese momento, y pensaba que el día tenía sentido porque después me iba a encontrar con “él”. Mi esposo y mis hijos seguían con sus vidas, sus planes de verano, en los que yo apenas contaba, más que para que la casa siguiera funcionando. En alguna que otra ocasión mi marido me hizo algún comentario, diciendo que estaba más tiempo en la playa, y que se me veía algo distinto en la cara. Pero siguió con sus partidos de futbol en la tele y las cervezas con sus amigos.
Y entonces un día, el hombre de la playa me propuso quedar para cenar. Vértigo; eso fue lo que sentí. Insistió, me dio mil argumentos, y, finalmente, no me quise resistir. ¿No merecía yo una atención así? ¿Qué tenía de malo? “Es el único que me escucha últimamente, y se preocupa por mí, quien me hace reír…”, me excusaba mentalmente. Además, si en casa dejaba todo preparado, ¿quién me iba a echar de menos? Con esa resolución, inventé la excusa de una cena de amigas que habíamos quedado después de mucho tiempo sin vernos, me vestí lo más atractiva que pude, y me lancé a la aventura.
Rota la barrera de la prudencia, estaba disfrutando de esa noche como si fuera la primera cita formal de unos novios: sentados a la mesa de un buen restaurante, las manos entrelazadas, mirándonos a los ojos. Cogimos las copas para brindar por lo que estábamos viviendo y, al levantar la mirada, lo vi: mi marido me observaba desde el otro lado de la sala, con el dolor impreso en su rostro.
De repente, ¡qué calor, qué opresión en el pecho! ¿Es que había dejado de funcionar el ventilador? Me incorporé en la cama, y allí, a mi lado, como un bendito, dormía mi esposo. ¡Todo había sido un sueño! Pero, qué intenso.
En el sueño vi mi mundo derrumbarse. Y ahora comprobaba con alegría que mi marido, con su cuerpo imperfecto, con esos amigos con los que pasa tanto tiempo; ese marido que se puede pasar horas viendo la televisión o enganchado al móvil, seguía aquí, a mi lado. Era, y sigue siendo, la persona con la que yo elegí pasar el resto de mi vida, y junto a quien he formado una familia preciosa (con sus más y sus menos, pero mi familia).
Y entonces tomé la decisión. Recordé lo que les dijeron a unos amigos que acudieron a un Centro de Orientación Familiar porque estaban pasando un mal momento: “Tenéis que cuidar vuestro matrimonio; el matrimonio es la base de la familia, y debe estar fuerte”.
Descubrí que tenía mucho campo de mejora, y que, si habíamos llegado a esta situación, en parte se debía también a mí. Así que me propuse buscar más momentos para compartir con mi marido, propiciar conversaciones más profundas que el mero intercambio de impresiones, escaparnos en un viaje juntos… En definitiva, salir de la rutina en la que nos habíamos instalado y recuperar la alegría y la ilusión de cuando decidimos unir nuestras vidas para siempre. Sabiendo que para ello, además, contamos con la gracia del Sacramento con el que un día nos casamos, y que podíamos también nosotros acudir a un COF que nos ayudase a “hacer los deberes” y nos diese luz en el camino.
Años después, aún guardo en la memoria el día de aquel sueño. Esa fecha es para mí como la de una segunda boda, porque fue cuando decidí luchar por mi matrimonio.
(El contenido de este post es un cuento de verano. Pero podría resultar muy cercano a situaciones reales).