El primer contrato importante de Bartolomé Esteban Murillo fue el encargo que le hacen los franciscanos del Convento Casa Grande de San Francisco, como recuerda el profesor Enrique Valdivieso, para los que va a estar trabajando entre los años 1644 y 1646.
Ubicado en el solar que actualmente ocupa la Plaza Nueva, aunque desbordando ampliamente sus límites, el Convento Casa Grande de San Francisco hunde sus raíces en los años inmediatamente posteriores a la reconquista de la ciudad y destacaba por sus grandes dimensiones; de hecho, la iglesia era la mayor de la ciudad tras la Catedral.
En él, Murillo realiza un ciclo de pinturas para el Claustro chico, que en 1810 fueron robadas por el mariscal Soult y llevadas al Alcázar antes de que se dispersaran por todo el mundo. Parece ser que el programa iconográfico fue redactado por el guardián del Convento, Fray Pedro de Almaguer, y pretendía exaltar las virtudes de la Orden Franciscana como la caridad, la pobreza o su profunda espiritualidad.
Las pinturas que formaban esta irrepetible colección eran:
“San Francisco confortado por un ángel” (en la imagen) y “San Diego de Alcalá dando de comer a los pobres”, ambas hoy en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, de Madrid; en la primera destaca sobre todo la figura del ángel, envuelto en la luz celestial, mientras que en la segunda, las expresiones de los rostros de los mendigos que acompañan al santo;
“San Diego de Alcalá en éxtasis delante de la cruz”, actualmente en Toulouse, en la que son reseñables las expresiones de los personajes.
En Estados Unidos se encuentran “San Gil en éxtasis ante el Papa Gregorio IX” (en la imagen) que recuerda cómo este santo entraba en éxtasis cuando escuchaba las palabras cielo, gloria o paraíso y por ello, fue llamado por el Papa para comprobarlo, y “La visión de Fray Juan de Alcalá de la ascensión del alma de Felipe II”, que representa la visión de la subida del alma del rey al cielo envuelta en una nube de fuego, y en la que destaca el dorado de la gloria celestial en contraste con la oscuridad que envuelve a los testigos de la visión.
“Fray Junípero y el pobre”, y “Fray Francisco y la cocina de los ángeles”, ambos en el Louvre de París, siendo el segundo uno de los más destacables de todo el conjunto, por su composición y por los detalles de la cocina y de los cacharros de cerámica; “San Salvador de Horta y el Inquisidor de Aragón”, en Bayona.
“La curación milagrosa obrada por Fray Juan de la Cruz”, que se halla en Ottawa; y “La muerte de Santa Clara», en Dresde, que es la de mayores dimensiones y una de las de más calidad tanto técnica como compositiva. Representa la aparición de la Virgen que, acompañada de Cristo, de ángeles y de un séquito de vírgenes, entra en la celda de la santa en el momento de su muerte para llevarla a la gloria.
Antonio Rodríguez Babío (Delegado diocesano de Patrimonio Cultural)