Os proponemos un itinerario espiritual por los cuadros que Bartolomé Esteban Murillo pintó para la iglesia de San Jorge de la hermandad de la Santa Caridad, de la mano del periodista Javier Rubio.
En el cuarto centenario de su nacimiento, peregrinaremos de palabra por sus lienzos y lo que significan, como una catequesis itinerante en torno a las siete obras corporales de misericordia que la hermandad quiso que vistieran las paredes del templo como las páginas de un catecismo abierto a todo el mundo.
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El regreso del hijo pródigo (Murillo, 1668)
“Cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos” (Is 58, 7)
Vamos a comenzar esta serie por ‘El regreso del hijo pródigo’. Tengo que advertirte que no seguiremos ningún orden ni cronológico ni de disposición desde los pies de la iglesia al altar, que es la manera natural de contemplarlos. Nuestro camino lo va a marcar únicamente la fidelidad al primer anuncio de Jesús como salvador. La Buena Noticia proclamada a través de la obra pictórica de Murillo, ese es el empeño que tenemos por delante. Una vez leí en un comentario al Cantar de los Cantares: “Sólo se puede proclamarlo de verdad, cuando al menos una vez, se ha recibido el beso del perdón en profundidad”. Créeme si te digo que yo lo he experimentado de veras. Ven si te seduce mi propuesta.
El regreso del hijo pródigo, la conocida parábola que leemos en el Evangelio de Lucas, le sirve al artista para explicar mediante una imagen fácilmente reconocible la obra de misericordia de vestir al desnudo. Los otros seis cuadros de la serie son “Abraham recibe a tres ángeles” como reflejo de la obra de misericordia de dar posada al peregrino; “La curación del paralítico en la piscina de Bethesda” para mostrar la visita al enfermo; “La Liberación de San Pedro” que muestra la visita a los cautivos; “La multiplicación de los panes y los peces” para recordar que hay que dar de comer al hambriento; y “Moisés haciendo brotar agua de la roca” para la misericordia de dar de beber al sediento.
Aquí está el hijo pródigo, no desnudo pero sí vestido de harapos en los que se adivinan unas calzas de brocado hechas jirones mientras se cubre torpemente el torso con unos lienzos blancos en los que se envuelve no del todo porque el hombro derecho queda al descubierto, lo mismo que los pies descalzos. Esta indumentaria de circunstancias contrasta con los ropajes que el criado porta en la bandeja para precisamente cubrir la desnudez del hijo regresado a casa: una túnica verde turquesa en la que apreciamos alamares con hilo de oro. Lujo y ostentación en abierto contraste con las ropillas del protagonista.
El segundo criado entabla un diálogo con el portador de las vestiduras a propósito de un anillo que exhibe con la mano derecha conforme a la literalidad del versículo evangélico. Ello explica también la presencia a la izquierda del cuadro del niño que entra en escena con un novillo, suponemos que bien cebado, que es el que el padre manda matar para agasajar a su hijo perdido haciendo fiesta en la casa.
La fidelidad del perrito
El primero que hace fiesta es el perrillo faldero que, sobre las patas traseras, pugna por lamer al hijo pródigo, al que ha reconocido a pesar de los andrajos. Recuerda a Argos, el perro de Ulises que lo descubre en su regreso a Ítaca a pesar del disfraz, sólo que, en el cuadro murillesco, el can está desmitificado: apenas un chucho de poco peso que juguetea con el dueño al que hacía tanto tiempo que no veía. Menea la cabeza, mueve nervioso el rabo, ladra con ladridos de alegría y gira sobre sí mismo. Resulta que el perro humaniza la escena que Murillo ha plasmado en su lienzo.
Ese perro es la viva imagen de la fidelidad. Las estatuas fúnebres de dignatarios y aristócratas incluían en la Edad Media un perro a sus pies como alegoría de la fidelidad que mantuvieron en vida a su señor. El animal nunca abandona a su dueño y se regocija con su vuelta. En su sincera alegría, en su fidelidad probada a lo largo del tiempo en que el dueño ha estado ausente, está resumida la estampa entera: el perrillo no guarda memoria de los motivos que empujaron al hijo a partir ni alberga reproche alguno por pulirse la herencia ni le cabe rencor por la fiesta en su honor.
El perro, que pone la nota naturalista con el novillo que asoma el testuz por la izquierda del cuadro, añade alegría y, sobre todo, ternura al momento, esa mirada compasiva que Murillo reservaba para los personajes que pintaba y que aquí derrama intensamente sobre el hijo pródigo y su amoroso y providente padre. La escena pictórica la completan el hachero, con el arma de despiece al hombro, otra criada con una niña pequeña en segundo plano y la inquietante figura del ángulo superior derecho, casi en penumbra, que llama la atención casi tanto como la emotiva escena del hijo arrodillado implorando perdón a su padre misericordioso.
¿Quién es el personaje sombrío?
Ahí está, ajeno a todo lo demás que sucede en el cuadro con una mirada penetrante en dirección al momento de la reconciliación entre el padre y el hijo. Está por detrás de los criados que han acudido presurosos a la llamada del padre y han cumplido sin rechistar sus órdenes de traer las mejores galas, matar al novillo cebado y enjoyar al hijo que estaba perdido y ha vuelto.
Tampoco Rembrandt dejó claro sus personajes secundarios en la interpretación de esta misma escena, pero podemos descifrar su misteriosa personalidad gracias al libro “El regreso del hijo pródigo” del sacerdote holandés Henri Nouwen.
No tenemos posibilidad de saber por qué Murillo lo pintó en el cuadro aunque de un modo que no puede robarle sitio a los verdaderos protagonistas: el reencuentro por un lado, con una fuerte carga emotiva, y los ropajes con que se atiende en último extremo al programa iconográfico ordenado por la hermandad de la Santa Caridad.
Pero su comportamiento en segundo plano nos invita a pensar en que se ha movido entre bambalinas antes de que el pintor inmortalizara la escena imaginaria: ha preguntado a los criados después de volver de sus quehaceres y se ha encarado con su propio padre porque nunca le ha ofrecido un banquete como el que está disponiendo para el hijo disoluto que ha dilapidado su parte de la herencia en tierra extraña.
No cabe duda de que se trata del hermano mayor, que en la parábola evangélica, se nos presenta lleno de resentimientos hacia el benjamín y tan soberbio como para afearle la conducta a su propio progenitor, de venerable edad, que ha pasado todo el tiempo esperando ver aparecer a su hijo perdido. No sabemos si el hermano llegó a unirse a la fiesta con que se dio gracias por la vuelta del hijo pródigo porque el evangelista no nos saca de dudas.
Tampoco Murillo, evidentemente, que lo sitúa en un discreto segundo plano pero clavando la mirada en el gesto de su padre. ¿Qué es lo que le incomoda de esa situación? Se siente postergado, ese sentimiento tan común que experimentamos con tanta frecuencia y que tan mal sobrellevamos. El hermano mayor se cree con derechos, pero el perdón del padre hacia el hijo tarambana nace de la gratuidad.
Y él, que siempre se ha portado bien, que ha cuidado de la heredad y trabaja en lo que dicta su padre, se siente acreedor de un recibimiento como mínimo idéntico al que están dispensando a su hermano, que él considera con menos merecimientos para recibir tales honores. Su actitud recuerda nuestro propio comportamiento cuando nos consideramos privilegiados por nuestra cercanía a Dios y con motivos más que sobrados para obtener la salvación.
La mirada torva del personaje sombrío del cuadro es justo nuestra propia actitud cuando miramos por encima del hombro a quienes han llegado a la fe después de un largo camino de vuelta. Cuando nos sentimos en posesión de un derecho de primogenitura para heredar el Reino de los Cielos como si se tratara de una escritura pública otorgada ante notario a la que tenemos derecho por haber llegado antes a la presencia del Padre: “prior in tempore, potiur in iure”.
Pero el perdón es gracioso: no tiene precio ni puede intercambiarse por nada. El penitente que se acerca al confesionario cumple la penitencia impuesta en señal de agradecimiento por el perdón recibido, no como el pago de ninguna cantidad de oraciones vocales con las que expiar el pecado. En cierto modo, el penitente se reviste de la gracia divina.
Ropas nuevas, pecado viejo
El hijo pródigo llega al encuentro con su padre vestido de pecado. ¿Cuál es esa indumentaria? A la vista está: las calzas de damasco que advertimos nos hablan de un tiempo pretérito en el que fueron vistosa vestimenta para subrayar su posición social y el aprecio que le dispensaba su familia para usar prendas tan caras.
Pero esos ropajes están hechos jirones, sucios y desgastados porque en toda su huida hacia los placeres mundanos, podemos imaginar que nunca se los haya lavado. Ni siquiera cuando ejerció el oficio de porquerizo y suspiraba por las algarrobas que los marranos, animal impuro para el pueblo judío, comen hozando.
Así están las calzas bermejas con las que Murillo induce a pensar al espectador que se trata de una familia aristocrática puesto que el color rojo era el habitual que usaban los nobles coetáneos del artista. Pero ahora la prenda está deshilachada e inservible: no denota la clase nobiliaria a la que pertenece el joven sino que da cuenta de los usos innobles que ha tenido a lo largo de su azarosa aventura lejos del padre. Y tampoco hay jubón digno de tal nombre sino unas vendas de lienzo blanco en las que se enrolla pero que poco pueden proteger de las inclemencias del tiempo, del frío invernal o del calor asfixiante del verano.
En realidad, el hijo pródigo está revestido del pecado, porque es así como el mal roe las virtudes con que nos presentamos ante los demás y la dignidad con que nos vestimos. Deshace los vestidos nuevos y vistosos para convertirlos en harapos que ni cubren las vergüenzas ni dan calor al cuerpo aterido. El mal, en sus múltiples manifestaciones, es una polilla que rae las prendas hasta hacernos sentir desnudos, exactamente como se sintieron Adán y Eva en el paraíso terrenal una vez comieron del fruto del árbol prohibido.
Lo que el padre le ofrece al hijo es, en primer lugar, un abrazo de reconciliación, un gesto de cercanía y de afecto para inmediatamente proceder a vestirlo con las nuevas galas del reencuentro. San Pablo exhortaba a los efesios a revestirse con las armas de Dios para sobrellevar los estragos del enemigo. Pero esas armas no incluyen yelmo ni peto ni espaldar como las armaduras medievales, sino una vestidura blanca como la lana blanqueada en la sangre del Cordero, como dice el profeta Isaías y anuncia el Apocalipsis. La ropa con que se viste al desnudo es el manto de la caridad.
Los pies sucios
Para el espectador del siglo XXI, la planta del pie izquierdo renegrida del hijo pródigo no supone ningún escándalo. La representación del feísmo, incluso con cierto regodeo en lo deforme, lo sucio o lo abyecto está presente en nuestro arte de la posmodernidad. Pero para un espectador del siglo XVII, ese pie sucio en primer plano de la imagen a la fuerza tenía que chocarle. Le había sucedido a Caravaggio, varias décadas antes, cuando compuso las plantas sucias de los humildes devotos arrodillados ante la Virgen del Loreto.
Murillo recoge esa corriente naturalista del arte y la actualiza en la figura del hijo pródigo al que su deambular descalzo por los caminos polvorientos de vuelta a casa le ha hecho llegar con los pies sucísimos. En la bandeja donde el criado trae las vestiduras se aprecian también unas sandalias para calzarlo.
En la cultura hebraica, el lavatorio de los pies no era algo simbólico: era la primera muestra de hospitalidad hacia quien pisaba los umbrales de la casa. Y de esa labor se encargaba el criado de más baja consideración, de ahí el mensaje impactante que Jesús transmite a sus apóstoles congregados para la última cena pascual cuando se ciñe la túnica y se agacha para lavarle los pies con gran indignación y airada reacción de Pedro.
A la vista está que todavía no ha dado tiempo de lavarle los pies al hijo pródigo, puesto que la escena que recrea Murillo se produce fuera del palacio que habita la familia, tal como dice la letra del Evangelio de Lucas, en el que refiere que el padre salió al encuentro nada más atisbarlo en lontananza como hacía todos los días desde su partida. Pero nada de eso importa.
Qué hubiéramos pensado de un padre distante y altivo que se niega a recibir a su propio hijo tanto tiempo extraviado hasta que lo hayan lavado, perfumado y vestido. Qué insensibilidad. El gozo de la reconciliación no es algo que se pueda diferir ni pueda retrasarse como quien pone el champán a enfriar: es contagioso, mueve al perdón, al abrazo, a la demostración efusiva de amor, que es lo que está diciendo el cuadro.
Dónde estoy
Retrocedamos en el tiempo. Porque esos pies negros habrán dado muchos tumbos. ¿De dónde viene el hijo pródigo? Físicamente, resulta imposible saberlo. Pero espiritualmente, claro que lo sabemos. Hemos recorrido ese camino muchas veces. Unas veces hemos llegado más lejos y otras apenas nos hemos desviado por una trocha para enseguida volver al Camino de Verdad, donde está la Vida. Pero claro que sabemos lo que es estar alejados.
Dónde estoy. Eso fue lo primero que pensó el hijo pródigo en su destierro, cuando suspiraba por las algarrobas que comían los cerdos. Imagina lo que esta imagen despertaría en la sensibilidad de los judíos que se la escuchaban a Jesús. Dónde estoy. Nosotros lo decimos de un modo más castizo: qué hago yo aquí. De repente, una luz se enciende en tu interior -a mí me ha pasado, seguro que a ti también- y te preguntas: qué caramba, qué diantres estoy haciendo yo tan lejos de mi casa.
Hay otros “dónde estoy” en la Biblia. Mira. En el Génesis, Dios se dirige a Adán después de haber comido del fruto prohibido y lo primero que le pregunta es “¿dónde estás?”. Y el primer hombre confiesa: “Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo porque estaba desnudo, y me escondí”. Yo también me escondía de su voz. Hasta que me pregunté dónde estoy y decidí que era la hora de volver al hogar.
Recuerdas a Moisés, seguro. La zarza ardía sin consumirse en el monte Horeb y le entró la curiosidad, se acercó y entonces pudo escuchar la voz divina que lo llamaba por su nombre. Entonces, respondió: “Aquí estoy”. ¿Dónde estás tú? Adán se escondía de la voz de Dios, Moisés se presenta sin miedo. Aquí estoy, Señor, casi sin tiempo de respuesta, como un resorte. El hijo pródigo, sin embargo, se ha tomado más tiempo para meditar la respuesta.
Primero, ha tenido que preguntarse eso mismo: dónde estoy. Y luego examinar a conciencia la distancia que lo separa de su padre como un dolor inmenso y agudo que le aguijonea por dentro. Y sólo después, con gran dolor de corazón, decirse en voz alta que se arrepiente, que se pondrá en camino y que llegará donde está su casa: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti…”
Padre e hijo
En realidad, vestir al desnudo -el propósito del cuadro para cumplir con el programa iconográfico de la hermandad de la Caridad- es una excusa para Murillo, que sitúa en primer plano el abrazo paternofilial en que se sustancia el regreso del hijo pródigo.
Nada de lo que ve el espectador es gratuito: el padre permanece de pie, pero inclinado para abrazar al hijo, sobre un estrado o un escalón que le sirven al recién llegado para postrarse. Hincado de hinojos, implora perdón con las manos entrelazadas a la altura del esternón, cerca del corazón, que podemos intuir dolorido por sus muchos pecados en todo este tiempo alejado de la casa del padre.
La pintura sigue de modo casi literal el relato de la parábola evangélica y su trasposición espiritual resulta sencilla en extremo. El dramatismo de la escena queda acentuado con el diálogo entre las dos miradas que llegan a juntarse. El hijo tiene fijos los ojos en el rostro de su padre como los esclavos tienen fijos los ojos en las manos de su señor. El joven recién regresado ignora el resto de la escena, ni se inmuta por los ricos vestidos ni intuye a su espalda la entrada en escena del novillo.
El padre acoge, abraza, estrecha, prohija, abarca, ciñe, comprende… ama. Porque el amor del Padre se sobrepone a todo, a los hijos malcriados que salen respondones y a los ingratos que se creen los favoritos. El amor del Padre salta por encima del tiempo y del espacio, supera los agravios, disuelve los enfrentamientos, suprime los rencores, vence los resentimientos, tolera los disgustos, comprende las razones, perdona las ofensas, corrige los errores, endereza lo que está torcido.
El padre nunca dejó de quererlo. Nunca se arrepintió. Nunca desfalleció. Quiso al hijo mientras crecía en casa, rebelde; lo quiso cuando le pidió la parte de la herencia, disoluto; y lo quiso en la distancia, ausente, mientras malgastaba su legado en un país lejano. Nunca, ni un minuto, dejó de quererlo. Lo quería con locura y con locura lo siguió queriendo soñando con su vuelta.
Luego, cuando lo vio aparecer a lo lejos por el camino, resultó fácil: dio rienda suelta a ese cariño que había embalsado como un pantano que salta por los aires y suelta todo el agua que almacena de golpe, anegando los cauces por los que discurre el afecto, una riada de amor que no paró hasta que vio al hijo resarcido.
No hay nada que lo distraiga de su único foco de atención, que es el semblante del padre. Éste, por su parte, le devuelve la mirada, en este caso complacida. Donde el hijo denota ansiedad por obtener el perdón paterno, el padre denota benevolencia. Donde el hijo presenta un rictus contraído y la boca entreabierta, el padre presenta placidez. Suponemos que el hijo ha empezado a salmodiar el discurso que ha venido rumiando desde lejos: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, no merezco llamarme hijo tuyo…”
Pero al rostro del padre no asoma ninguna muestra de desconcierto ni de contrariedad. Sólo hay pasión filial, amor a su hijo perdido y encontrado. El padre -lo vemos en el cuadro- no dice nada. Y lo dice todo con ese abrazo cálido, amplio, abierto, con los brazos ahuecados para abarcar al hijo en toda su extensión, con las manos abiertas tocando la piel desnuda. Son manos huesudas y nervudas en las que el tiempo ha dejado su huella. Pero manos acostumbradas a abrazar, a hacer confortable el gesto y a transmitir afecto, con las palmas abiertas que no ocultan nada ni se crispan ni empuñan.
Amor primero
Le bastó con verlo a lo lejos. Se fijó en sus andares, en la forma en que arrastraba el cuerpo y eso fue bastante. No le preguntó, no le sermoneó, no le demandó explicaciones. Nada. Ni siquiera lo dejó hablar. Para qué hablar, si se puede besar. Para qué reprochar si se puede perdonar. Para qué enfurruñar si se puede festejar. Mira el cuadro en su conjunto. ¿Qué ves? Di la verdad: ¿ves al hijo pródigo o ves al padre misericordioso? Porque la parábola quizá más conocida del Evangelio ha encumbrado al hijo y su gesto de arrepentimiento, pero el verdadero protagonista es el padre.
¿Te lo imaginabas así, anciano con luenga barba blanca? No sé qué edad tiene en el cuadro de Murillo ni la que tiene en el pasaje del Evangelio de Lucas, pero está bien imaginarlo de edad provecta, porque tú y yo sabemos que los años nos vuelven más sabios y por ello, más comprensivos. La intransigencia de la juventud se va tornando indulgencia en la edad madura. Un padre anciano sabe disculpar defectos en los hijos con los que no hubiera transigido algunos atrás atrás. El padre amaba a su vástago.
Y ese amor del Padre era anterior a cualquier acción que llevara a cabo el hijo. Era incondicional, desmedido e inagotable. Así es el amor de un padre terrenal, cuánto más ha de ser el amor del Padre eterno. El hijo nació del amor de sus padres, engendrado en un acto de gozo y su alumbramiento los colmó de felicidad. Por amor vino al mundo y con amor lo recibieron. Amor para acunarlo, amor para alimentarlo, amor para educarlo, amor para corregirlo, amor para reprenderlo, amor para amarlo.
Tú y yo somos criaturas del amor. Y el amor de nuestros padres no es nada al lado del amor del Padre. Creó el mundo por amor, dispuso la naturaleza con sus propias leyes físicas para que desembocara su obra creadora por los siglos de los siglos hasta llegar a esta meditación. El amor del Padre -no importa si lo sientes o no- nos ha traído hasta aquí.
El amor del Padre salta a la vista. Murillo quiso componer en el padre anciano la mirada compasiva que la Caridad perseguía inculcar en sus hermanos. Una mirada llena de la misericordia inacabable, indestructible e infinita del Padre. Como el padre misericordioso sale al encuentro del hijo pródigo, Dios te espera cada día. No importa lo lejos que te hayas ido ni el tiempo que llevas fuera, no importa los harapos que vistas ni lo sucio que estén los pies. No importa nada de eso. Porque, por encima de todo, Dios -tu Padre- te ama.
Oración final
Señor y Dios nuestro, Cristo desnudo en la Cruz, que comprendamos que las penas del mundo fueron soportadas por Ti en tu pasión y muerte. Concédenos revestir con actos de amor y caridad las miserias y tristezas de nuestros prójimos. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
Amén