Mel Gibson debutó en la dirección hace 25 años con una película que sorprendió al público y a la crítica. Acostumbrados a verle como actor en títulos de acción durante la década de 1980 (Mad Max, Arma letal), el primer trabajo de Gibson tras la cámara supuso un cambio de registro, al llevar a la pantalla grande una intimista novela de Isabelle Holland, El hombre sin rostro, escrita en 1972. Un debut más que digno del director australiano, que él mismo coprotagonizó y que contó con un magnifico guión adaptado por Malcolm MacRury.
Verano de 1968. Un pueblecito costero del estado de Maine. Catherine (Margaret Whiton) va a pasar allí las vacaciones con sus tres hijos: Gloria, Megan y Chuck (Nick Sthal). En realidad son hermanastros, porque para la madre el matrimonio parece más bien un hobby: se ha casado tres veces y está buscando el cuarto marido. Las relaciones entre los hijos no son cordiales y en este enrarecido ambiente ha crecido Chuck, que cuenta 12 años y tiene problemas psicológicos y académicos. Su ilusión es ingresar en la academia militar en la que estudió su difunto padre. La ayuda que no le presta su familia, donde la frivolidad campa a sus anchas, la encuentra en Justin McLeod (Mel Gibson), un ex profesor con medio rostro desfigurado a raíz de un misterioso accidente.
Gibson logró una espléndida dirección de actores, que evita el narcisismo y saca lo mejor de cada uno de ellos. Especialmente de Nick Sthal, que hacía su presentación como intérprete y que está sencillamente soberbio. La sobria puesta en escena esquiva el peligro de ceder a la sensiblería, de la que Gibson huye intencionadamente. A veces aparecen situaciones de cierta crudeza, pero sin llegar a la vulgaridad y sin justificarlas en ningún momento.
Visualmente el filme resulta algo deudor del cine de Peter Weir, que dirigió a Gibson en dos cintas notables: Gallipoli (1981) y El año que vivimos peligrosamente (1982). No obstante, el entonces novel director dejó su impronta en algunos originales encuadres y en el empleo de la fotografía.
Algunas escenas pueden sonar reiterativas, pero siempre dan pie a interesantes diálogos y reflexiones. Y aunque no se afronta expresamente el tema de la religión, toda la historia está impregnada de un halo de trascendencia, reflejado sutilmente: un crucifijo, una imagen, una frase o una idea profundamente espiritual. El hombre sin rostro reveló en su momento, 1993, la potencia de un director que dos años más tarde ganaría el Oscar con “Braveheart” y que en 2004 realizaría la película por la que pasará a la Historia: La Pasión de Cristo.
Juan Jesús de Cózar