En nuestro intento de plantear los fundamentos antropológicos de las hermandades la semana pasada tomamos como referencia un magnífico y original fresco de la Capilla Sacramental de la Parroquia de San Lorenzo que representaba un molino de piedra que, en lugar de granos de trigo molía corazones. Decíamos que igual que los granos de trigo nacen de una semilla enterrada y, tras una serie de cuidados y actuaciones se depositan en la piedra para y transformarse en harina lo mismo ocurre con la historia de cada hombre, como, sin duda, quiso expresar el artista. Concluimos hoy nuestra reflexión.
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También el hombre, naturaleza caída, resurge del grano de trigo sembrado en el Calvario: el mismo Cristo. De ahí van surgiendo en el tiempo nuevas semillas que también han de ser cuidadas, abonadas y en su día, ya maduras, segadas para iniciar su aventura humana. Aún les queda un proceso de limpieza y eliminación de la paja y otras malas hierbas, hasta que, por fin, están en condiciones de molerse, de ofrecer toda su capacidad de trabajo, participando en la tarea de la Creación.
Cada corazón, cada hombre, no está solo en la piedra, como tampoco los granos de trigo se muelen uno a uno, por eso hay muchos más corazones compartiendo el proceso. Así ocurre en la sociedad, también en esa sociedad particular que es la Hermandad: cada hombre precisa de los demás para su completar su desarrollo.
Ya que hemos identificado los corazones extendidos en la piedra del molino con las personas que conviven en la sociedad, o en nuestra Hermandad, podemos avanzar en nuestra contemplación del cuadro.
Aceptar, dar y don
El rasgo que caracteriza a la persona, a la intimidad humana, es el amar personal; junto con el conocer personal, la libertad personal y la co-existencia personal. Estos no son rasgos que la persona pueda poseer, son la persona.
El amor personal, que aglutina a los demás rasgos humanos, presenta tres dimensiones: aceptar, dar y don. Aceptar, puesto que mi ser me viene dado, así como mis potencialidades, y ha de ser aceptado por mí. Dar, la aceptación de mi ser tiene su sentido y su finalidad en dar, en darme, en amar. Nadie ama si no ha recibido antes amor (excepto Dios); precisamente el acto de darme, de “moler mi corazón”, del ofrecer mis posibilidades a los otros, para la acepten, conforma el don.
El hombre es, por tanto, ser oferente y ser aceptable por los demás. Si la persona es puro ofrecerse, sólo cobrará pleno sentido como persona si se ofrece enteramente como tal y si existe una persona distinta de ella que pueda aceptarla enteramente como quien es. La capacidad donal del hombre es inagotable y, aunque sólo Dios puede aceptar de modo pleno a la persona, los demás podemos apropiarnos parcialmente de ese ofrecimiento. Donación que se ha de efectuar desde la libertad personal, a la que esa donación dota de sentido, ya que si uno eligiera no darse, su libertad quedaría sin un para qué, sin sentido.
Antropología y Hermandades
Ésta es también una visión de la Hermandad desde la Antropología cristiana. La persona se perfecciona como tal en la Hermandad, en su continuo reconocerse como ser creado; se reconoce dada, se acepta. Esa aceptación supone también la aceptación del esfuerzo por mejorar. A partir de ahí se ofrece, se da libremente, de manera irrestricta y, en el molino de la Hermandad, ofrece, con los demás hermanos, su don, toda su capacidad. Sin ese ofrecimiento personal, sin ese dejarse moler para transformarse en haría, su actividad en la Hermandad no sirve para nada, se consume, pierde su sentido personal y se empobrece él y su entorno.
A partir de aquí las hermandades adquieren una nueva dimensión que, sin duda, habrá que explorar. Animo a hacerlo.