Os proponemos un itinerario espiritual por los cuadros que Bartolomé Esteban Murillo pintó para la iglesia de San Jorge de la hermandad de la Santa Caridad, de la mano del periodista Javier Rubio.
En el cuarto centenario de su nacimiento, peregrinaremos de palabra por sus lienzos y lo que significan, como una catequesis itinerante en torno a las siete obras corporales de misericordia que la hermandad quiso que vistieran las paredes del templo como las páginas de un catecismo abierto a todo el mundo.
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La liberación de San Pedro (Murillo, 1667)
“Este es el ayuno que yo quiero: soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos” (Is 58, 6)
“Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”. Aquí está Pedro, la piedra sobre la que se ha edificado nuestra Iglesia, insultado, perseguido, calumniado y aherrojado por la causa de Cristo. Encarcelado, oprobiado, vejado. Los sacerdotes y los escribas le prohibieron que proclamara la Buena Noticia del Evangelio, pero no puede dejar de hacerlo: “¿Es justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros más que a él? Juzgadlo vosotros. Por nuestra parte no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído”.
Es su misión, y ya nadie le va a apartar de ella. Pedro ha probado la cárcel por desobedecer a los ancianos y al Sanedrín. Pero no puede dejar de anunciar a Jesús: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. (…) Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo, que Dios da a los que lo obedecen”.
En el trazo de Murillo, es el mismo Pedro de los ojos anegados de lágrimas penitente que el pintor facturó en 1685 para su protector el canónigo Justino de Neve y que a la muerte de éste pasó como legado al Hospital de Venerables Sacerdotes. Idéntica barba blanca, idéntico cráneo, idéntica robustez de manos y brazos a pesar de la edad. Es el mismo Pedro en ambos cuadros.
El Pedro encarcelado por anunciar a Cristo es el mismo apóstol de la Transfiguración que no quiere bajar del Tabor, de esa gloria al alcance de la mano y que quiere hacer perdurar construyendo tres tiendas. Es el mismo apóstol que ve confirmada su misión por tres veces -como dictaban las leyes judías- tras la pesca milagrosa a orillas del lago de Tiberíades: “¿Me amas?”, le pregunta Jesús, y a cada respuesta -tres como tres fueron las veces que lo negó- le replica: “Apacienta mis ovejas”.
Lo que no le exime del sufrimiento. En el lienzo que nos ocupa, Pedro está en la cárcel por apacentar a las ovejas del rebaño de Cristo. Pero antes estuvo en otra cárcel: la de sus tres negaciones. En esa prisión ya hemos estado. En el penal donde decimos no conocer al Galileo. Yo no lo conozco. ¿Te acuerdas la última vez que lo pensaste? Yo no sé de qué va eso, no me cuento entre sus seguidores, mujer, qué tengo que ver con los discípulos de Cristo, déjame en paz.
Y después, cuando alguien te dice -no hace falta que sea de palabra, basta con una mirada, con un gesto- pues yo te he visto en misa…, ¿pero tú no eras nazareno de esa hermandad? Nos falta tiempo para poner tierra de por medio -bueno…, algunas veces, sí…, de chico me apuntaron mis padres…, la verdad es que no sé qué pinto yo allí…-, no vaya a ser que nos confundan.
Después de eso, ya no queda más trinchera que la identidad: no soy como ellos. ¿Cómo quién exactamente? Como los hombres y mujeres piadosos, como los devotos, como las beatas, como los que celebran misa a diario, como los que invocan al Espíritu Santo en la adversidad, como quién exactamente. Pedro también negó ser uno de sus seguidores. También se quitó de en medio, también se escabulló, también se puso de perfil. Como yo me ponía, no creas.
Estamos ante un cuadro que excede de su propósito inicial. En 1667, hace más de 350 años, ya colgaba este lienzo de los muros de la iglesia de la Caridad junto con el de “Abrahán y los tres ángeles” con el que hace juego de pared a pared.
Murillo ilustra la visita a los presos que la Iglesia propone como obra corporal de misericordia con un episodio que rebasa esta acción benéfica hacia el recluso puesto que supone la redención del cautivo, en este caso, el apóstol Pedro, encerrado en una cárcel de Jerusalén por orden de Herodes Agripa, tal como relata el evangelista Lucas en los Hechos de los Apóstoles.
El capítulo 12 cierra la primera parte de este libro del Nuevo Testamento con el martirio de Santiago y el encarcelamiento de Pedro, al que se refiere aquí Murillo: “Hizo pasar a cuchillo a Santiago, hermano de Juan. Al ver que esto agradaba a los judíos, decidió detener también a Pedro”.
Eran los días de los Ácimos, nos dice el autor de los Hechos con interés por relacionar la intervención divina en la liberación del apóstol con la fiesta de origen agrícola que conmemoraba la liberación del pueblo elegido de su esclavitud en Egipto.
En tiempos de Jesús, esta fiesta, celebrada durante el mes de Nisán, ya se había unificado con la de la Pascua (Pesaj), de índole pastoril en sus comienzos hasta hacer un calendario festivo de una semana en la que se proscribe la levadura, símbolo de la corrupción para los judíos, por lo que se comen panes ácimos en recuerdo de la marcha precipitada del pueblo elegido escapando de la férula de Faraón cuando hubo pasado el ángel exterminador.
El relato bíblico revela incluso las intenciones de Herodes Agripa I, tetrarca de Perea y Galilea y sucesor de Herodes el Grande, de presentar al pueblo a Pedro después de las fiestas de Pascua, de donde es fácil deducir que su internamiento iba a durar más de una semana. La víspera de su conducción al tribunal, se produce el hecho prodigioso que relata el cuadro de Murillo y que la Iglesia festejaba el 1 de agosto hasta que Juan XXIII decretó la extinción de la festividad.
Antecedentes pictóricos
Murillo conocería, sin ninguna duda, dos ilustres precedentes de este episodio relatado en los Hechos de los Apóstoles. Juan de Roelas, pintor flamenco que se afincó en Olivares (Sevilla), la había plasmado en 1612 por encargo de la hermandad de sacerdotes de San Pedro ad vincula radicada en la parroquia de San Pedro. En el cuadro de Roelas, Pedro está muy próximo al ángel libertador, siguiéndolo tal como le ha ordenado, a punto de subir una escala para escapar.
El otro precedente es el de Valdés Leal, quien completaría el programa iconográfico de la Caridad con sus jeroglíficos de las Postrimerías en el sotocoro de la iglesia. Valdés Leal había recreado en 1665 para la Catedral de Sevilla la escena de la liberación milagrosa del primer sumo pontífice con mucho más dramatismo del que había compuesto Roelas y, sobre todo, con una espléndida exhibición de colorido y luminosidad en la figura del ángel libertador, revestido de luz.
Entre medias, el mismo pasaje lo había visitado también José de Ribera, El Españoleto, con una obra fechada en 1639 en la que acentuaba el dramatismo al separar las figuras en una diagonal que prácticamente ocupa toda la superficie del óleo del ángulo superior derecho al inferior izquierdo.
Ribera explota el claroscuro y la contraposición de luces. Este cuadro y su pareja, “El sueño de Jacob”, mundialmente conocido, fue adquirido por la reina Isabel de Farnesio (mujer del primer borbón en el Trono español, Felipe V) en la creencia de que los había pintado Murillo, lo que da idea del éxito que había adquirido el pintor sevillano en menos de medio siglo.
Sin embargo, volviendo al cuadro de la Caridad, estilísticamente Murillo está mucho más cerca de Valdés Leal que de El Españoleto. Ambos pintores sevillanos reúnen a San Pedro y el ángel en el centro de la escena, liberando los márgenes para componer el resto del relato de los Hechos de los Apóstoles.
Pedro, sobresaltado
Lo primero que destaca en el cuadro a primera vista es el intenso diálogo que advertimos entre Pedro y el ángel, con una intensidad dramática que recuerda la de Cristo y el tullido en otro de los cuadros de la serie de la Caridad. El ángel tiene las alas desplegadas conforme a la creencia comúnmente aceptada, un cuerpo vigoroso y un rostro abiertamente juvenil. Viste una túnica bermeja como de seda por la especial movilidad que el artista le ha dado a sus pliegues que deja al descubierto el hombro derecho y parte del pecho.
El apóstol tiene la boca entreabierta que permite imaginarlo desdentado ya por la edad y el gesto contraído que contrasta abiertamente con la placidez que denota el semblante del apóstol. La tensión de la pintura remite directamente al texto bíblico, que revela que el mensajero divino tocó a Pedro en el costado para despertarlo. El rostro que Murillo compone para el primer Papa de la historia refleja también el sobresalto de quien se despierta del sueño en mitad de la noche por una circunstancia inesperada. Porque Pedro dormía.
Pedro dormía y “la Iglesia oraba intensamente a Dios por él”. He aquí una de las claves de este pasaje, como expuso en una bellísima página catequética Benedicto XVI en una de sus audiencias de los miércoles: “La fuerza de la oración incesante de la Iglesia se eleva a Dios y el Señor escucha y realiza una liberación inimaginable e inesperada, enviando a su ángel”, decía el sucesor de San Pedro en 2012.
A primera vista, siguiendo su razonamiento, resulta extraño que Pedro se eche a dormir en la prisión, pero en esa actitud, el Papa emérito descubre “tranquilidad y confianza; se fía de Dios, sabe que está rodeado por la solidaridad y la oración de los suyos, y se abandona totalmente en las manos del Señor”.
Es esa confianza en la Providencia, saberse totalmente en sus manos para todo lo que pueda ocurrir, la que induce a dormir a pierna suelta incluso en una situación tan adversa como la noche previa a su puesta a disposición ante el juez. De inmediato, la mente trae al recuerdo el final del salmo número 4 titulado “El reposo del justo”: “En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú sólo, Señor, me haces vivir tranquilo”.
Si se permite la humorada, Pedro no tenía dificultades para conciliar el sueño, como había quedado de manifiesto en el angustioso momento de la oración en Getsemaní y el posterior prendimiento. Brusco e impetuoso como nos lo presentan los evangelios, no sería hombre de cavilaciones ni de insomnios como los que atormentaron a otro sucesor suyo al frente de la Iglesia, San Juan XXIII, en los meses siguientes a su convocatoria trascendental del Concilio Vaticano II. Hasta que traspasó su responsabilidad al Espíritu Santo y pudo dormir como un bendito.
Así descansa Pedro: en calma. Pero su comunidad ora por su liberación. “Insistentemente”. Que es tanto como decir sin desmayo. No es difícil imaginar que la Iglesia de Jerusalén estuviera en vigilia de oración mientras el propio Pedro dormía complacido sin mayor preocupación. La noche, con su oscuridad, es tiempo propicio para el espíritu, para invocar a Dios sin distracciones. También supone una prueba, un obstáculo que hay que vencer si se quiere estar prevenido, como el propio Jesús recuerda en no pocas de sus predicaciones:
“Estad atentos, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento” (Mc 13, 33) Nada más verse liberado de las cadenas, el discípulo se dirige a la casa de una de las fieles “donde había muchos reunidos en oración”. La intercesión por Pedro ha dado sus frutos: el poder de la oración se manifiesta en una prodigiosa redención que, para el espectador del cuadro del siglo XVII, remitía directamente a la redención salvífica de Cristo en la cruz.
Los guardias, dormidos
No sólo Pedro duerme en esa noche decisiva en la que se juega su futuro. Sus guardianes también lo hacen. Y así lo refleja Murillo con todo lujo de detalles. En esto sigue la composición de Valdés Leal, que también había incluido a soldados en penumbra. A la izquierda del cuadro, a la derecha de Pedro, apreciamos un soldado con yelmo y espaldar recostado sobre los antebrazos apoyados en el basamento de una columna a base de sillares (de fuste en el caso de Valdés Leal) de piedra, más en consonancia con el recuerdo del nombre del apóstol.
Sobre el pilar, apreciamos una alabarda (arma ofensiva muy evolucionada sobre el pilum de las legiones romanas que remotamente puede servir de antecedente) de la época y un pequeño fanal en el que un cabo de vela proporciona la luz suficiente para que apreciemos el detalle del astil y la hoja de media luna con que se remataba esta poderosa arma de guerra.
Sobre el pilar, apreciamos una alabarda (arma ofensiva muy evolucionada sobre el pilum de las legiones romanas que remotamente puede servir de antecedente) de la época y un pequeño fanal en el que un cabo de vela proporciona la luz suficiente para que apreciemos el detalle del astil y la hoja de media luna con que se remataba esta poderosa arma de guerra.
Leemos en los Hechos: “Estaba Pedro durmiendo entre dos soldados, atado con cadenas”. Y, en efecto, el artista ha situado al segundo centinela detrás, ya en completa penumbra sin que la luminosidad que desprende el ángel -“De repente, se presentó el ángel del Señor, y se iluminó la celda”- y que es el foco lumínico del cuadro le arrebate ningún resplandor a la armadura como sucede en el caso del primer vigilante.
¿Por qué Pedro se despierta turbado mientras nada saca del sueño a sus celadores? ¿Cómo es que ese fulgor angelino no despierta a los captores y sí al recluso? Una respuesta en el plano catequético diría que la visión de los ángeles y la luz que irradian no se aprecia con los ojos físicos sino con el alma, pero ni aun así lograríamos explicarlo. Algo así debió sucederle también a la guardia que los sanedritas arrancaron a Pilato para custodiar la tumba de Arimatea donde enterraron a Cristo, usualmente representada durmiendo echada en el suelo como hace el propio Murillo en su cuadro de la Resurrección en los fondos del Museo del Prado.
En cualquier caso, los custodios romanos del sepulcro escaparon con mejor suerte que los guardianes de San Pedro: los primeros conservaron la vida y se embolsaron, según el Evangelio de Mateo que es el único que lo relata, una fuerte suma por propalar la especie de que sus partidarios habían robado el cuerpo del Nazareno; los segundos, resultaron procesados por Herodes y ejecutados sin miramientos por haber dejado escapar al prisionero.
Escenas superpuestas
Pero no fue ningún resplandor el que sacó al apóstol de su somnolencia. El relato de Lucas especifica que el ángel tocó a Pedro en el costado aunque aquí, en el cuadro de Murillo, la mano del mensajero celestial reposa sobre el antebrazo como queriendo conducir al apóstol hacia la salida, que indica con la otra mano. Se trata de un momento posterior al primer sobresalto. En concreto, cuando el ángel transmite a Pedro la primera de sus órdenes: “Date prisa, levántate”. La mano derecha del apóstol apoyada en el suelo invita a pensar en el movimiento de incorporarse tal como lo ha apremiado su libertador.
La inserción en miniaturas o en segundo plano de escenas posteriores al motivo central del cuadro era un recurso explotado por los artistas y por los espectadores que contemplaban las obras, pero no es el caso. Murillo, sin embargo, dispone inteligentemente los elementos necesarios para que su obra pueda leerse con fidelidad al texto neotestamentario que le sirve de inspiración.
Así, a la derecha, justo por donde marca la mano izquierda del ángel e inteligentemente se sitúa, con todo rigor literal, el punto de fuga de la composición, apreciamos sobre un peldaño a otros dos celadores dormitando, cubiertos con el casco y el astil de una pica apoyada contra la pared. Lucas especifica en su texto el número de vigilantes que había dispuesto el tetrarca: cuatro piquetes de cuatro soldados cada uno. Más aun, especifica que “los centinelas hacían guardia a la puerta de la cárcel”. Y eso justamente es lo que vemos a la espalda del ángel.
Cadenas, grilletes y cepo
Mérito del artista es incluir la narración de su liberación, que es por su propia naturaleza dinámica, en una obra estática. Ello lo consigue con la simultaneidad de elementos que aparecen en el cuadro. Ya lo hemos comentado a propósito de la disposición de las dos parejas de guardias en el sopor de la noche. Pero hay más. Las cadenas, sujetas a una gruesa argolla cogida a la pared, están ya en el suelo, una vez se le han caído de las manos a Pedro como especifica el texto. Los grilletes están abiertos y el cepo de madera de la derecha insinúa el tormento al que lo sometían en la ergástula de Herodes.
El apóstol, vestido con los colores que lo identifican plásticamente, tiene la túnica abierta sin ceñir. Los judíos daban muchísima importancia al acto de ceñirse, litúrgico en el caso de los servidores del templo. Ceñirse era sinónimo de aprestarse, era el primer preparativo para echar a andar, puesto que la túnica holgada entorpecía los movimientos y podía hacer que su portador tropezara.
Aquí, en el relato de su liberación, Pedro todavía se ciñe solo y va donde quiere. No como le anuncia el Maestro en el remate del Evangelio de Juan: “Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras”. Al martirio, por ejemplo.
A su derecha, en primer plano junto a los eslabones, las sandalias del pescador. No es un capricho del artista ni un recurso dramático, sino expresión de la segunda instrucción del ángel: “Ponte el cinturón y las sandalias”. Así como el cíngulo tenía una connotación marcadamente espiritual, pues predisponía a quien lo usaba a aceptar la voluntad divina, el calzado contiene un matiz puramente terrenal: es indispensable para moverse por el mundo.
Todavía le susurra el ángel una tercera orden a Pedro -“Envuélvete en el manto y sígueme”-, motivo por el que observamos el manto sobre su regazo. Después, la puerta de hierro se abre -eso justamente le está indicando el ángel, mostrándole el camino- y él huye.
La cárcel de hoy
Cuando Murillo pintó este cuadro, la piratería berberisca hacía de las suyas en las costas levantina y andaluza mediterráneas. Mercedarios y trinitarios se encargaban de la redención de cautivos siguiendo un procedimiento reglado en el que los frailes negociadores del rescate de los cautivos debían dar cuenta de hasta el último real de vellón que empleaban para liberar a quienes estaban “amarrados al duro banco de una galera turquesa, ambas manos en los remos y ambos ojos en la tierra”, según los versos de Góngora.
Hoy el cautiverio es otro. La cárcel de la que tenemos que escapar es el pecado. Un presidio lúgubre y frío en el que el alma pena sola y desasistida. A menudo, me da por pensar que el pecado vuela los puentes a través de los cuales nos relacionamos con Dios y con nuestros hermanos, hasta convertirnos en islas: un archipiélago de hijos descarriados de Dios. Hasta que alguien, muy agudamente, me corrigió la observación: somos nosotros los que volamos los puentes y, de resultas, nos aislamos en el pecado.
Aislados. En el presidio, estamos solos. Exactamente como Pedro encerrado en la mazmorra. Sólo que el portalón de hierro se puede abrir desde dentro. Desde el corazón si te duele y confiesas tus pecados. Tú puedes escapar de esa cárcel en la que tú mismo te has encerrado en solitario si logras esquivar los piquetes de guardia que son tus propios sentimientos para cortarte el paso: la soberbia, el orgullo herido, la vanidad insatisfecha, la suficiencia…
Huir del calabozo
Esos cancerberos que te asaltan cuando estás dispuesto a correr el cerrojo para huir de ese calabozo interior tan frío que no hay manera de calentar el alma: tú dónde vas; qué te has creído; si no hiciste nada, la culpa es del otro; así no vas a llegar a ninguna parte; tienes que imponerte, que hacerte respetar; que dé él el primer paso…
A Pedro lo liberó el ángel. Dos veces. Mira tu vida, mira a tu alrededor: ¿cuántos ángeles crees que te han visitado desde que tienes conciencia para sacarte de donde no quieres salir? Y no dos veces, sino muchísimas más. Abre la cancela oxidada de tu corazón y escapa de la prisión insondable del pecado.
Huye del pecado. Nos lo recuerda San Ambrosio, el maestro de San Agustín en la sede de Milán: “Huyamos de aquí. Puedes huir en espíritu, aunque sigas retenido en tu cuerpo; puedes seguir estando aquí y estar ya junto al Señor, si tu alma se adhiere a él, si andas tras sus huellas con tus pensamientos, si sigues sus caminos con la fe y no a base de apariencias, si te refugias en él, ya que es el refugio y fortaleza. (…) Huyamos pues, como los ciervos, hacia las fuentes de las aguas ”.
Huye. Sal de esa cárcel lúgubre en que tu alma yace aherrojada. Rompe de una vez, por Dios, con las cadenas de tu pecado.
Oración final
Señor Dios nuestro, fuente de la misericordia y el perdón, danos la gracia de perdonar como Tú mismo nos perdonas. Inspíranos sentimientos de compasión para asistir a los que el mundo condena sin juzgarlos; que tratemos a todos con misericordia para alcanzar tu infinita misericordia.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén.