Resulta sorprendente que en medio del afán que existe hoy en día por estar informados, sabiendo que ciertas noticias no se corresponden con la realidad porque se ofrecen distorsionadas, plagadas de embustes, también de malicia, no se busque por encima de todo la verdad cuando existe la mínima sospecha de que pueden estar mintiéndonos, porque el engaño suele esconder intereses mezquinos y algunos revisten alta gravedad. Es esencial llegar al fondo de los mensajes que nos trasladan por múltiples razones, entre ellas las morales y éticas, naturalmente.
Hay hechos que se tergiversan oportunamente, aunque llevan engarzados tras de sí cadenas de sangre inocente que se vierte obscenamente, sin ápice de compasión. Digo esto a tenor del estreno de una película digna de atención, yo diría que absolutamente necesaria para desterrar la sarta de infundios que se esgrimen para defender el aborto, y en el que algunos medios de comunicación también tuvieron y siguen teniendo su arte y parte. Me refiero al film El grito silencioso. El caso Rose V. Wade, cuyo título para quienes somos conocedores de lo que fue la nociva conducta de Bernard Nathanson, después convertido en acérrimo provida, ya puede aventurar que va a tratar de él. Porque este obstetra, conocido como “el rey del aborto”, fue el autor del documental El grito silencioso, realizado por él cuando se percató del horror que había dejado tras de sí arrancando vidas inocentes del vientre de decenas de miles de madres, tal vez engañadas, y desde luego temerosas de las consecuencias de sus actos. Entre todos los que asesinó bárbaramente se hallaba su propio hijo.
En el film se advierte el egoísmo, la ambición, el sarcasmo, la mezquindad, la hipocresía, la incoherencia, la frivolidad, prejuicios raciales, también el resentimiento y la vanidad, pero por encima de todo se aprecia la especie de altar que se ha erigido en torno a la mentira. Y con ella la arrogancia al atribuirse el título de salvador de la mujer, como le sucedió a Nathanson. Y cuando alguien se empecina en creer algo así, no escucha más voces que las propias. No se dispone a reconocer su error con el fin de revocarlo. Las consecuencias de la cerrazón y del trato despectivo que se da a los opositores del aborto en el caso de este médico fueron terribles. Toda idea teñida de sangre pierde credibilidad, o debería hacerlo. Porque la realidad fue y continúa siendo que la mujer es una marioneta en manos de aquellos ideólogos de la muerte que se cruzan en su camino. En el film se muestran unos cuantos. Mientras aseguraban la liberación a las embarazadas, amasaban fama y fortuna recurriendo a cualquier cosa, incluida la clandestinidad, el engaño. Una falta de humanidad hiriente, en la que abunda el menosprecio y la altanería también en el momento actual. No hay atisbos de compasión, deseo auténtico de ayudar a una madre que se encuentra en un callejón sin salida.
A grandes pinceladas, este es el lienzo en el que se envuelve la defensa del aborto. Para ello en el film se arguyen dudas lanzadas sin ir al fondo de la cuestión en aspectos cruciales que siguen predominando en la sociedad. Así, se plantea el estatuto del embrión y cuándo se le puede considerar persona. Por supuesto se le niega la alta dignidad de la que está revestido desde el principio hasta el final de la concepción, pero todo con la clara intención de abrir la puerta a su muerte. A lo largo de la cinta van surgiendo matices de una realidad pasmosa, como cuando se lanza una pregunta cuya respuesta es de Perogrullo. Lo que está en el vientre de una mujer a su término es un ser humano; no es otra cosa. Por eso impresiona ver cómo se juega con la vida que lleva latiendo seis, siete meses… y hasta se deja abierta la puerta a cercenarla poco antes de ver la luz e incluso nada más nacer, algo tremebundo que ya ha sucedido en algún país del mundo. El espectador se percata de que el fin no justifica los medios.
Al final, el doctor Nathanson, que lleva el peso de esta película-documental, reconoce que desde el principio supo que aquellas criaturas a las que succionó, trituró, desmembró, y sometió a las terribles fórmulas que se siguen para extraerlas del vientre materno eran personas. Por fin su conciencia le reclamó el pago debido por traicionarla. Se arrepintió y pidió perdón, pero a los 75.000 niños a los que arrebató su vida les cercenó todo derecho, también el de poder glorificar a Dios con ella.
Siguen vigentes las palabras de santa Teresa de Calculta: “El mayor destructor de la paz hoy en día es el aborto, porque es la guerra en contra de los niños, el asesinato directo de los inocentes, asesinato de la madre en contra de sí misma”.
Por favor, defendamos al débil. No seamos autores o inductores de la muerte del no nacido. Y, si es posible, no dejen de ver la película.
Isabel Orellana Vilches