Lectura del santo evangelio según san Juan (20,19-23):
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Comentario
Fuerza de lo alto
La principal prueba de que con Jesús pasó algo absolutamente especial después de su muerte es la transformación que experimentaron sus discípulos a las pocas semanas de haberse comportado de manera, podríamos decir, humillante y cobarde. Sin que pueda tener explicación humana aceptable, los que no tuvieron valor, derrochaban valentía; los que apenas tenían formación y cultura, afrontaban las preguntas del sanedrín y la expectación de la muchedumbre; los que no sabían qué hacer y resistían encerrados en las casas, salen a la calle y a las plazas a proclamar la Buena Nueva de la Resurrección de Jesucristo. Algo muy grande pasó en lo alto para que se derramara tanta vida sobre aquellos pobres hombres y mujeres.
En la cruz, Dios Padre había experimentado el desgarro más grande desde la eternidad: el Hijo de su amor estaba sufriendo la tortura de la cruz porque había querido ser Hermano de cada hombre y cada mujer que sufría por la violencia, la mentira o la injusticia. Pero, a la vez, había experimentado el inmenso gozo de poder abrazar en su Hijo a toda la humanidad que él había querido asumir en su encarnación. El abrazo de Amor del Padre y del Hijo, en la resurrección, acabó siendo un abrazo de ambos a cada persona que, en el fondo de su corazón, quiera acoger el amor que Jesucristo, el Hijo, nos mostró.
El Espíritu es ese abrazo eterno entre el Padre y el Hijo en el que también nosotros –en Jesucristo- somos abrazados. Ese abrazo, tierno y suave, que restaura y reconforta, que reconcilia y anima, ese abrazo es el Espíritu. Los apóstoles lo recibieron; y los que buscan ser discípulos lo reciben muchas veces, ¿verdad?