El primer jueves siguiente a la Solemnidad de Pentecostés, se celebra la festividad de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote que fue introducida en España en 1973 y, posteriormente fue solicitada por numerosos episcopados de todo el mundo.
San Juan Pablo II, en el documento “Ecclesia de Eucharistia” señala que “el Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada”.
“De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad”.
No hay duda de que el sacerdote, en toda la Iglesia, camina con su tiempo, y es oyente atento y benévolo, pero a la vez crítico y vigilante, de lo que madura en la historia. La tarea más grande para cada sacerdote en cualquier época es descubrir día a día este «hoy» suyo sacerdotal en el «hoy» de Cristo, aquél «hoy» del que habla la Carta a los Hebreos.
Este «hoy» de Cristo está inmerso en toda la historia, en el pasado y en el futuro del mundo, de cada hombre y de cada sacerdote.
«Ayer y hoy, Jesucristo es el mismo, y lo será siempre» (Hrb 13,8). Así pues, si estamos inmersos con nuestro «hoy» humano y sacerdotal en el «hoy» de Cristo, no hay peligro de quedarse en el «ayer», retrasados. Cristo es la medida de todos los tiempos.
Como administrador de los bienes de Cristo, el sacerdote está en permanente y especial contacto con la santidad de Dios.
«¡Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo! Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria».
La majestad de Dios es la majestad de la santidad. En el sacerdocio el hombre es como elevado a la esfera de esta santidad, de algún modo llega a las alturas en las que una vez fue introducido el profeta Isaías.
En contacto continuo con la santidad de Dios, el sacerdote debe llegar a ser él mismo santo. Su mismo ministerio lo compromete a una opción de vida inspirada en el radicalismo evangélico. Esto explica que de un modo especial deba vivir el espíritu de los consejos evangélicos de la castidad, pobreza y obediencia
«La oración hace al sacerdote y el sacerdote se hace a través de la oración». Sí, el sacerdote debe ser ante todo un hombre de oración, convencido de que el tiempo dedicado al encuentro íntimo con Dios es siempre el mejor empleado, porque, además de ayudarle a él, ayuda a su trabajo apostólico.
Si el Concilio Vaticano II habla de la vocación universal a la santidad, en el caso del sacerdote es preciso hablar de una especial vocación a la santidad. ¡Cristo tiene necesidad de sacerdotes santos! ¡El mundo actual reclama sacerdotes santos!
Solamente un sacerdote santo puede ser , en un mundo cada vez más secularizado, testigo transparente de Cristo y de su Evangelio. Solamente así el sacerdote puede ser guía de los hombres y maestro de santidad.
Se ofrecen a continuación las Letanías de Nuestro Señor Jesucristo Sacerdote y Víctima que el papa Juan Pablo II rezaba en el seminario de Cracovia.
“A través de las Letanías que había costumbre de recitar en el seminario de Cracovia, especialmente la víspera de la Ordenación presbiteral, he tenido siempre presente la verdad sobre el sacerdocio de Cristo. Me refiero a las Letanías a Cristo Sacerdote y Víctima. ¡Qué profundos pensamientos provocaban en mí! En el sacrificio de la Cruz, representado y actualizado en cada Eucaristía, Cristo se ofrece a sí mismo para la salvación del mundo. Las invocaciones litánicas recorren los diversos aspectos del misterio. Me recuerdan el simbolismo evocador de las imágenes bíblicas que están entretejidas. Me vienen a los labios en latín, como las he recitado en el seminario y después tantas veces en los años sucesivos:
Iesu, Sacerdos et Victima,
Iesu, Sacerdos in aeternum secundum ordinem Melchisedech, …
Iesu, Pontifex ex hominibus assumpte,
Iesu, Pontifex pro hominibus constitute, …
Iesu, Pontifex futurorum bonorum, …
Iesu, Pontifex fidelis et misericors, …
Iesu, Pontifex qui dilexisti nos et lavisti nos a peccatis in sanguine tuo, …
Iesu, Pontifex qui tradidisti temetipsum Deo oblationem et hostiam, …
Iesu, Hostia sancta et immaculata, …
Iesu, Hostia in qua habemus fiduciam et accessum ad Deum, …
Iesu, Hostia vivens in saecula saeculorum.
¡Cuánta riqueza teológica hay en estas expresiones! Se trata de letanías profundamente basadas en la Sagrada Escritura, sobre todo en la Carta a los Hebreos. Es suficiente releer este pasaje: «Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros, (…) penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos y de toros (…) santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo!» (Hb 9, 11-14). Cristo es sacerdote porque es el Redentor del mundo. En el misterio de la Redención se inscribe el sacerdocio de todos los presbíteros. Esta verdad sobre la Redención y sobre el Redentor está enraizada en el centro mismo de mi conciencia, me ha acompañado en todos estos años, ha impregnado todas mis experiencias pastorales y me ha mostrado contenidos siempre nuevos”.
Tomado del libro “Don y misterio” de Juan Pablo II.