Así define Lao Tse la gratitud; la denomina “memoria del corazón”.
Y esto conduce a la siguiente reflexión. En el ánimo de la mayoría de las personas, e incluso de las que no se declaran creyentes, siempre hay espacio para recurrir al cielo en una súplica insistente buscando la solución al problema que a cada cual se le haya presentado. Suele producirse cuando el miedo y la incertidumbre hace acto de presencia en la vida, y se tiembla pensando que se puede perder algo o a alguien. En ese enjambre de emociones, se tiende a desterrar la duda. Sería claudicar antes de haber obtenido el don solicitado, y seguramente este sentimiento, -aunque no sea razonado, y sí visceral–, erradica esos pensamientos inoportunos e inútiles, que son tan dañinos.
Sabemos que en el evangelio, Cristo sólo pone la condición de la fe como requisito para realizar un milagro (Mc. 10, 52; 11, 22-25). Y que, muchas veces, no recibimos porque no lo pedimos, o lo pedimos mal (Stgo 4, 3). Ahora bien, en cualquier ruego que se efectúe, habría que anteponer la voluntad divina. Son palabras de Cristo al dirigirse a su Padre, cuando tembló en el Huerto de los Olivos: que se haga tu voluntad y no la mía (Lc 22, 42). Así rezamos en el Padrenuestro: “hágase Tu voluntad”. Si hemos puesto nuestro empeño en obtener una determinada solución, sin contar con la ternura de un Padre que quiere lo mejor para sus hijos, cuando los resultados son negativos se corre el riesgo de fenecer, de ahogarse en la increencia. Cuando una casa está construida sobre roca, los cimientos no se socavan fácilmente. Se puede venir abajo, en cambio, si lo que nos lleva a elevar los ojos a Dios es un hecho puntual que llega a nuestra vida, laboral, familiar, personal…, y no es la tónica de nuestro acontecer.
La súplica nunca debe ser impositiva, sino confiada. Todo queda en manos de Dios. Si lo que hemos solicitado, no se produce en los términos esperados, o deja otros nuevos contratiempos en su devenir, aceptaremos los hechos de un modo distinto. No condicionaremos nuestra fe al resultado de la petición que hemos efectuado. Las circunstancias dolorosas, extremas, que exigen de nosotros fortaleza y tesón, junto a una fe sin fisuras, nos ayudan a crecer. Proporcionan madurez, y la fe se robustece. Lo comprende bien quien, experimentando en carne propia el dolor, se ha puesto incondicionalmente a los pies de Cristo.
Pero tanta o más insistencia en rogar un favor divino, debería ponerse en agradecerlo. Dice un conocido refrán castellano que “es de bien nacido ser agradecido”. Lao Tse acierta al reconocer en este gesto “memoria del corazón”. Es alabanza y alegría.
Sin embargo, una vez obtenida la dádiva, muchas personas se olvidan de agradecerla. En el conocido pasaje evangélico de los ciegos, sólo se volvió uno, exultante de gozo por haber recuperado la vista (Lc 17, 11-19). Ese recibió doble gracia con las palabras que le dirigió Cristo. Había entendido lo que realmente importa.