Hay sufrimientos que nos infligimos a nosotros mismos. Descuidando el bien, atentamos contra la convivencia dejando que fluya el resentimiento hacia nuestros congéneres. A veces son recuerdos de un pasado que regresa con obstinada machaconería ya que a golpes de un cincel se fueron labrando día tras día en lo hondo del corazón. Y como el texto evangélico recuerda: de la abundancia del mismo habla la boca. Toda recurrencia a lo que marcó un momento de la vida, cuando erige muros, es estéril, inútil y dañino.
En no pocas ocasiones se magnifican hechos que en sí mismos no tienen importancia, pero que van minando confianza, afecto, respeto… Así va creándose una distancia peligrosa que se endurece progresivamente a fuerza de reproches íntimos, más o menos velados, o explícitamente manifiestos. Cuando cerramos las puertas al diálogo, y no se aclara lo que muchas veces son simples malos entendidos, todo a nuestro alrededor se vuelve opaco.
Sin embargo, nada está perdido. Es experiencia común, por lo general, atisbar en medio de la tiniebla un mensaje de aliento, un sentimiento punzante revestido de inocencia. Algo muy hondo en el interior, que nunca muere, no da reposo a la conciencia. A la par, reclaman su espacio el perdón y la reconciliación, todo lo que se opone a la malicia y a los recelos. Ahí es donde se reconquista el amor. Una brisa que empuja nuestra nave hacia horizontes nuevos. Y todo ser humano ha sido creado con la potencialidad de alzarse sobre sus propias flaquezas. Cuenta para ello con la gracia que le basta.
En la maravillosa escultura Love, que el ucraniano Alexander Milov presentó en Estados Unidos en 2015 en el Burning Man Festival, se aprecian dos adultos dándose la espalda, envueltos en esa viscosa tela de araña que tejieron con las penosas artes de la desunión. Dentro de cada uno el autor introdujo los niños que ambos llevan dentro de sí mismos: dos figuras compactas que contrastan con el rígido y frío material empleado para las enfrentadas; una red de alambres que parece prisionera de los huecos del desamor por los que se filtran destructivas pasiones.
Las dos pequeñas figuras se ofrecen las manos ajenas al odio y emociones similares que los adultos generaron y no controlaron. Por la noche la escultura aún es más elocuente, ya que esos niños interiores se iluminan y son como dos antorchas fulgurantes en medio de las tinieblas. Recuerdan que el ser humano está hecho para convivir, para amar…
¡Cuánta belleza en ese gesto de ternura, limpio y transparente, que emana siempre de la inocencia! Dejemos que sea ella la que hable y mantengamos silencio ante lo que nos enajena y obsesiona llenando la mente con negros nubarrones; que sea ella la que impida que broten del interior palabras hirientes que nunca debieron ser pronunciadas.