Que la vocación religiosa ha sido puesta en entredicho y considerada casi un drama por familias que han visto partir a sus hijos en pos de Cristo es un hecho constatado desde hace siglos; no es de ahora. La vida santa está llena de ejemplos de quienes antepusieron su anhelo de unirse a Dios a la férrea voluntad de unos padres que habían fraguado para ellos otros planes. Muchos de los seguidores de Cristo sufrieron hasta la violencia de sus familiares y allegados en un afán de impedir que cumplieran su sueño.
Siempre me ha parecido sorprendente que no haya reticencia en el seno del hogar cuando la elección recae en otra persona con la que un componente de la familia desea compartir un proyecto de vida común. Que se acoja como lo natural y que se haga con alegría, sin apenas temores a lo que pueda depararle la convivencia. Y en esta perplejidad incluyo la pregunta que muchas veces se formula cuando se tiene noticia de una consagración celibial: «¡Que pena, tan joven! ¿Y no puede salirse?, ¿no se podrá casar?», preguntas a la que acompaña el gesto oportuno de quien ni siquiera ha pensado el trasfondo que tiene lo que dice.
No recuerdo haber oído manifestarse a nadie en estos términos cuando se trata de una persona casada. En mi presencia no se ha producido tal interrogatorio. Ninguno ha mostrado aflicción por alguien que ha contraído matrimonio, ni se le ha ocurrido decir cuánto desearía que pudiera romperse porque es una lástima que se haya ceñido tal yugo. Es inconcebible; lo que se desea es fidelidad, que el vínculo dure toda la vida y que sean felices en ese estado. Entonces, ¿por qué se dirigen estas preguntas a un consagrado? Aunque estén guiadas por el desconocimiento de la grandeza con que se vive la entrega plena a Dios y el gozo que supone haber sido llamado a ella, nunca deberían formularse.
En estos días una red social aireaba la decisión tomada por un sacerdote de secularizarse sin ocultar la simpatía por ello, incluso alentando a otros a alegrarse. No creo que el incumplimiento de un compromiso, por las razones que sean, se convierta en motivo de aplauso. Aunque no se viva como fracaso, siempre habrá un íntimo pesar. Y, en todo caso, lo que se requiere es silencio, oración y una inmensa caridad. Pero, por favor, llénense de júbilo cuando tengan delante a una persona consagrada, especialmente si en algo la estiman.