Os proponemos un itinerario espiritual por los cuadros que Bartolomé Esteban Murillo pintó para la iglesia de San Jorge de la hermandad de la Santa Caridad, de la mano del periodista Javier Rubio.
En el cuarto centenario de su nacimiento, peregrinaremos de palabra por sus lienzos y lo que significan, como una catequesis itinerante en torno a las siete obras corporales de misericordia que la hermandad quiso que vistieran las paredes del templo como las páginas de un catecismo abierto a todo el mundo.
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“Venid, benditos de mi Padre, porque tuve sed y me disteis de beber” (Mt 25, 35)
En la confianza que ya nos vamos teniendo, esta tarde te voy a desafiar: si me aceptas el envite, mira fijamente el cuadro y cuenta el número de cacharros que ves en el fastuoso lienzo con que Murillo representa la obra corporal de misericordia de dar de beber al sediento. Se trata de la plasmación de una escena del Antiguo Testamento, acaso la más representada de los ciclos iconográficos que tienen a Moisés como protagonista: “Moisés haciendo brotar el agua de la roca”, que cuelga del lado del Evangelio en la iglesia de la Santa Caridad junto al presbiterio haciendo pareja con el de “La multiplicación de los panes y los peces” que ya vimos. Allí está desde 1670, que hayamos podido constatar, porque los pagos a Murillo por los seis cuadros de las obras de misericordia empezaron ese año cuando se colgó este prodigioso lienzo que se salvó de engrosar el botín del francés en 1810 por su descomunal tamaño.
Perdona, quizá con mi exordio te he distraído del recuento. Vamos a hacerlo de derecha a izquierda: el cántaro de barro rojo que el hombre vestido de verde con espada al cinto descansa en el suelo, la escudilla blanca de la que bebe ansioso el chiquillo, la cántara que el hombre de las barbas transporta sobre el hombro, la jarra de latón del barbudo que aplica la boca directamente sobre el chorro de la roca, la jícara que aproxima al reguero de agua el hombre semidesnudo en primer plano abajo, la damajuana del hombre con turbante que espera turno, el cántaro lebrijano del que bebe un sujeto erguido, el jarrillo de lata y el caldero que la moza ha llenado a dos manos, el jarrón dorado con incrustaciones de piedras preciosas sujeto con las dos manos, el búcaro que asoma justo detrás, la tina metida en las angarillas del caballo, la jarrita de cerámica que lleva en la mano el chiquillo subido al cuadrúpedo, la cántara mediana de la que está sirviendo al pocillo que la niña de las trenzas presenta con las dos manos y la tacita con la que la madre del bebé en brazos calma su sed. Me salen dieciséis recipientes para el agua que ha brotado de la roca en el monte Horeb. Y cada uno es diferente a los demás en tamaño, color, material o forma. Los hay enormes, suponemos que para una familia entera y los hay minúsculos, apenas dan para dos buchitos. Los hay de altivo metal y de humilde barro. Los hay estrechos para que no se derrame ni una gota, tan escasa, y los hay de boca ancha y generosa para verter el contenido de golpe lo más aprisa posible. Los hay panzudos y esbeltos, abiertos y anchos, altos de cuello y bajos, con asas o sin asas, blancos, rojos y parduzcos, caros y baratuchos, feos y airosos, pero a todos ellos les cabe el líquido: a unos más, a otros menos. Fíjate bien porque no hay dos iguales. Como quienes los portan: hombres y mujeres, altos y bajos, feos y guapos, nobles y plebeyos, estirados y llanos, risueños y tristes, ansiosos y calmados, pero a todos iguala la sed y el esfuerzo que están haciendo para calmarla. Unos se agachan y otros se alzan, aquél se arrodilla y éste se yergue, unos la beben directamente y otros esperan que se la sirvan, el que bebe relaja el gesto y el que no lo ha hecho todavía frunce el ceño. Pero todos han recibido la promesa de Moisés de que beberán y quedarán saciados. Y a ese compromiso del profeta se atienen todos. Cada uno con su cacharro, de barro o de metal, más pesado o más ligero, pero capaz de contener el líquido por el que suspiran.
A todos les va a llegar el agua lo mismo que a todos nos llega la gracia divina. Aquella promesa en el desierto de Cadés fue para el pueblo elegido que había salido de Egipto y deambulaba por el desierto echando de menos el agua que bebía tan ricamente bajo la esclavitud de Faraón. Pero la promesa de Jesús de enviarnos al Espíritu Santo, Paráclito dulce huésped del alma, es para todos y es para siempre. Nadie se quedará sin recibirlo si así lo desea: ya traiga a la roca de donde mana un humilde vaso de plástico o una repujada jofaina. A nadie se le va a negar ese agua que sacia la sed por el recipiente que pretenda llenar: quien quiera una garrafa, una garrafa llenará; quien se contente con un sorbito de las manos, con eso se saciará. Nada hay que señale medida máxima ni cupón de racionamiento: venid y bebed de balde porque este agua que brotó del costado de Cristo,la fuente inagotable de agua viva, lo mismo que brotó de la roca de Horeb es para todos y a nadie se le negará.
Precedente
Pero para llegar a esa conclusión, antes hay que andar un largo trecho. No tanto como los cuarenta años que el pueblo israelita vagó por el desierto hasta alcanzar la Tierra Prometida, pero casi. Sabemos que hacia 1640, esto es treinta años de que Murillo terminara su prodigioso lienzo para la Caridad, el artista italiano Gioacchino Assereto había facturado con destino Sevilla un cuadro de 2,45 por 3 metros que se conserva en el Museo del Prado en torno al mismo tema: “Moisés y el agua de la roca”. Se trata de la obra maestra de este pintor genovés y en ella aparecen muchos de los elementos que luego Murillo va a retomar casi tres décadas después: el belfo de un camello en el ángulo superior derecho, el caldero en medio del cuadro, el niño ansioso, Moisés y Aarón con los ojos vueltos al cielo, el perro canelo a la derecha, la composición de las figuras… Es tan evidente la inspiración que el profesor Alfonso Pérez Sánchez no dudaba en señalar el óleo de Assereto como “el modelo indudable del cuadro del mismo asunto de Murillo”. Diego Angulo, por su parte, habla de temas en los que resulta evidente la copia pero refuta la tesis de que se trate de una mera traslación como se pensó en el siglo XVIII. Las diferencias en cuanto a profundidad del cuadro y la maestría en el uso de las luces así lo indica.
Nuestro genial pintor sevillano bebió -qué verbo puede haber más apropiado para esta obra- de ese cuadro, qué duda cabe, pero le añadió su impronta inconfundible. Y el resultado que salta a la vista es una escena entrañablemente costumbrista, una deliciosa recreación de personajes y tipos de la época. La recientísima restauración del cuadro, presentada hace justo una semana, ha permitido recuperar bajo capas de barniz los colores y la luminosidad originales, ciertamente deslumbrantes.
Y lo que vemos impresiona. Así vestirían los sevillanos supervivientes de la gran epidemia que peste que en 1649, apenas dos décadas antes de componerse la obra pictórica, habían sobrevivido a la terrible epidemia de peste. Y así, con semejante ansiedad a la que observamos en el cuadro por saciar la sed, se comportarían los menesterosos arremolinados en torno a un reparto de lo que fuera.
Entonces, ¿qué aporta Murillo? En primer lugar, la mirada compasiva como hemos venido defendiendo en toda la serie pintada para la Caridad. Incluso los gestos desesperados por el agua de los más ansiosos están dulcificados. Hay necesidad, claro, pero Murillo nos la recubre y nos la presenta sin caricaturizar a sus personajes. El secreto de Murillo está en humanizar la escena y hacerla reconocible para el gran público. El cuadro emociona y eso era justo lo que buscaba su autor.
Pero su genio inmarcesible, su capacidad innata para despertar la ternura en el espectador, luce en el niño subido al caballo y vuelto hacia el observador que nos está presentando con la mano izquierda el sitio exacto donde se ha producido el signo revelador en la peña del Horeb hendida por Moisés. Nadie se considere tonto si al contemplar el cuadro, en vez de dirigir la mirada hacia donde marca el índice del chiquillo risueño se queda observando el dedo. Porque Murillo pone en juego ahí toda su capacidad de crear ternura y suscitar buenos sentimientos en quien contempla sus cuadros para atraer la atención del espectador. No sabemos qué más sucede en el cuadro, pero lo cierto es que hay un chaval a lomos de un caballo que nos sonríe y nos cautiva. Imposible desviar la mirada de ese rapazuelo, tipo característico del pillo que hemos visto otras veces comiendo melón o espulgándose, tan lleno de vida, tan sonriente y tan feliz. En un salto de 350 años, diríamos que en ese rostro de la felicidad advertimos la alegría del Evangelio.
Alegría desbordante
Porque de eso se trata precisamente. Los que han bebido y los que no. Los primeros están felices y alegres; los segundos, tensos y como fuera de sí. Murillo ilustra esta diferencia de un modo admirable: en los chiquillos de la derecha, suponemos que dos hermanos, disputándose la escudilla de loza con que la madre está saciando la sed del pequeño. Por detrás, el hermanillo tiene el gesto contraído, la boca abierta y una actitud corporal de atosigamiento: quien haya bebido de la fuente en el patio de un colegio durante el recreo sabrá a qué nos referimos. El que bebe, además de satisfecho, evidencia por la forma de tomar la escudilla que no las tiene todas consigo y con la mano derecha no sólo se limita a sujetar el cacharro sino que elevando el brazo a la altura del hombro está defendiendo su preciada posesión.
Esos dos chavales representan la doble actitud ante el agua: la paz y el sosiego que invade a quien se sacia y el ansia de quien todavía no lo ha hecho. Exactamente igual que le sucede al alma sedienta de espiritualidad, sólo que no nos resulta visible. Imposible no acordarse del salmo 63: “Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo, mi alma está sedienta de ti, mi carne tiene ansia de ti como tierra reseca, agostada, sin agua”.
La transmisión de la fe
Dedica ahora un minuto a contemplar a las dos madres del cuadro. Una, a la derecha, ya la hemos visto dando de ver a los pillos. Qué calma transmite, cuánta dulzura hay en su gesto amoroso que se preocupa por sus niños. ¿Ha bebido ella ya o todavía no? Por el semblante complacido, diríamos que sí. A la izquierda del todo, hay otra madre que está bebiendo de un pocillo mientras el bebé que lleva en brazos se lanza ávidamente en pos del agua que todavía no ha catado. Completa esa parte de la escena a la izquierda de la grupa otra niñita adorable que de puntillas trata de llenar su cacharro de una cántara que derrama abundante un adulto. ¿Y no es eso mismo la transmisión de la fe?
Murillo ni siquiera podía soñar con las normas de seguridad a bordo de los aviones, inimaginables en su época, que priorizan a los adultos a la hora de usar las mascarillas de oxígeno de emergencia en caso de despresurización de la cabina. Eso es lo que vemos aquí. Las madres beben y luego reparten el agua entre su prole. Nadie sediento puede calmar la sed de quien le pide de beber por mucho tesón que le ponga.
Composición
Si se mira bien el cuadro, distinguimos como cuatro escenas en una.
Dos son las escenas principales y otras dos, secundarias, contrapuestas como en un juego de simetrías entre los dos. Ambas en los extremos del cuadro, con grupos abigarrados de personas bebiendo o en trance de hacerlo. Arriba a la izquierda, asoma el camello con el que se supone que deambulaba el pueblo israelita por el desierto. A lo lejos, sobre el horizonte, en un plano lejano, una caravana con caballos y dromedarios que la restauración ha devuelto a la contemplación. Y en los dos ángulos inferiores, sendos perros. Uno aplacando la sed en el charco que se ha formado y otro, faldero, pendiente de los gestos de la chiquilla.
Murillo hace exhibición de sabiduría compositiva con un contraste magistral de luces y sombras, más evidente tras la restauración en el IAPH de la Cartuja. El motivo central está enmarcado entre dos masas compactas, una en primer plano definida por la grupa del caballo iluminada bajo la que advertimos dos carneros y otra en sombra que resalta por su imponente mole oscura -” como la proa de un buque”, decía Angulo- que es la peña de Horeb en sí. En medio, Moisés y Aarón con todo su séquito a los que define perfectamente un plano de luz sumamente fuerte, hasta violento diríase.
Distinguimos a Moisés por los “cuernos” de luz que asoman sobre su cabeza. En realidad, se trata de una controvertida confusión de la Vulgata de San Jerónimo al traducir el término griego “resplandeciente” que era como se veía el rostro del profeta tras bajar del Sinaí como “quod cornuta esset facies sua”. De ese “cornuta” a los cuernos con que Miguel Ángel representa al impresionante Moisés marmóreo que está en la iglesia romana de San Pietro in Vincoli sólo había un paso, pero ese trayecto marcó la iconografía del personaje durante siglos. A Aarón lo distinguimos por el pectoral y el camelauco que porta. Es la misma prenda de cabeza con que se cubre, por ejemplo, Caifás en los pasos de nuestra Semana Santa porque en ambos personajes, el hermano de Moisés y el sanedrita, se hace constar su condición sacerdotal.
Masá y Meribá
Conviene detenerse en Moisés y Aarón un instante. Porque son los verdaderos protagonistas del paisaje bíblico que inspira el cuadro, aunque ya hemos visto que el auténtico centro de la pintura es el pequeñajo a horcajadas sobre el caballo. En Números 20, 1-13, que es la versión sacerdotal del mismo hecho bíblico, el Señor castiga a Moisés y a Aarón como resolución del episodio: “Por no haberme creído, por no haber reconocido mi santidad en presencia de los hijos de Israel, no haréis entrar a esta comunidad en la tierra que les he dado”. El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob cumple siempre sus promesas porque sus mandatos son imperturbables. Primero Aarón en el monte Hor y después Moisés en el Nebo murieron sin pisar la tierra prometida que mana leche y miel.
Pero ahora lo que está manando es la roca del Horeb, el monte Sinaí donde Yahvé se había revelado a Moisés en la zarza que ardía sin consumirse como “yo soy”. Murillo nos presenta una imagen amable del momento posterior a que aflore agua de la peña cuando todas las penurias parecen olvidadas y los sedientos se dedican a saciar la falta de líquido. Pero las cosas debieron de suceder de otro modo menos agradable. El sitio de Refidim donde los libros Éxodo y Números sitúan la acción pasó a llamarse Masá y Meribá. Masá significa tentación o prueba y Meribá, que es el nombre concreto que se le da a la fuente, significa riña o contienda.
Riña y tentación
Dice el salmo 94 que sirve de invitatorio a diario en el rezo de laudes: “Ojalá escuchéis hoy su voz: ‘No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron aunque habían visto mis obras’”. Y el 106, un salmo penitencial de lamentación colectiva, subraya el desafío a Dios: “Lo irritaron junto a las aguas de Meribá, Moisés tuvo que sufrir por culpa de ellos; le habían amargado el alma, y desvariaron sus labios”.
Así que allí hubo pendencia. El pueblo de Israel recordaba con añoranza el tiempo en que tenía abundancia de bienes materiales y acopio de víveres aunque le faltara la libertad bajo la opresión de Faraón. El desierto es siempre sitio de paso, un tránsito de conversión y depuración en el que suceden las tentaciones. Le pasó a Jesús. Y le había sucedido antes al pueblo elegido. Esa masa compacta de israelitas que había exultado de gozo cuando el Señor los hizo atravesar a pie enjuto el Mar Rojo está ahora descorazonado y hastiado de pasar penalidades. Y riñe con Moisés. Le echa en cara que no tiene qué beber. Es más, le exige a su líder que demande de Dios una solución. Total, si los había alimentado con el maná cuando iban a perecer de hambre, si les había mandado bandadas de codornices cuando echaban en falta carne, por qué no iba ahora a darles de beber. ¡Lo toman como una obligación y no una merced!
En tal situación, los pacientes israelitas que Murillo plasma de modo amable descargan su ofuscación con quien tienen a mano: Moisés. “¿Por qué nos has sacado de Egipto para matarnos de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados?”, le increpan. El profeta advierte el carácter despiadado de la rebelión en marcha y trata de zafarse como hacemos cualesquiera de nosotros en cuanto nos vemos en apuros, traspasando la responsabilidad. Moisés se presenta ante Yahvé y le pide una solución que le evite algo más que el mal trago por el que ha pasado: “Por poco me apedrean”. Qué humana y qué contemporánea nos resulta la actitud de Moisés de ponerse a resguardo, de salvar el pellejo. Por eso Dios lo castigará sin pisar la tierra prometida.
“¿Está el Señor entre nosotros o no?”
La clave de todo el pasaje la da el versículo final. “Habían tentado al Señor, diciendo: ´¿Está el Señor entre nosotros o no?´” Es la tentación más inmediata en cuanto sobreviene la adversidad como a esos peregrinos sin agua en medio del desierto: lo más fácil es pensar que Dios los ha abandonado a su suerte y que van a morir. El Papa Benedicto XVI se lo preguntó en voz alta en el sitio más atroz que la Humanidad pueda imaginar: el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. “En un lugar como éste, las palabras fallan; al final, sólo puede haber un silencio seco, un silencio que en sí mismo es un grito de corazón a Dios: ¿Por qué, Señor, permaneciste en silencio? ¿Cómo pudiste tolerar esto?”
En cuanto flaquean las fuerzas del hombre, flaquean por igual sus convicciones como ilustra el pasaje del Éxodo. Y entonces, sobreviene la tentación de exigir de Dios un milagro, una solución a nuestra escala,
algo que nos reconforte. Por qué permite el sufrimiento de los inocentes, por qué consiente el mal a nuestro alrededor. No es una tentación de hace milenios, es tan real como nuestra propia existencia: ¿cuántas veces nos hemos visto tentados de entregar el libre albedrío que Dios nos ha concedido a cambio de acabar con las injusticias flagrantes que nos conmueven las entrañas?, ¿cuántas veces no nos echamos en manos de faraones despiadados con tal de ver satisfechas nuestras necesidades materiales? Y el agua en el desierto por supuesto que lo es.
Respuesta del Señor
Pero el Señor grande del Sinaí respondió de manera compasiva y misericordiosa: “Yo estaré allí ante ti, junto a la roca de Horeb. Golpea la roca, y saldrá agua para que beba el pueblo”. Qué hermosa la respuesta de Dios: “Yo estaré allí ante ti”. Al lado de Moisés, al lado de los desesperados, al lado de los sedientos que habían llegado a plantearse seriamente si Dios los había abandonado: “¿Está el Señor entre nosotros o no?”, que fue la causa de la querella de los hijos de Israel. Y la respuesta del Señor es clara como el agua con que acalló la pendencia: “Yo estaré allí ante ti”. Es una historia de fidelidad la de Dios con los hombres. De día cantamos tu misericordia, de noche tu fidelidad. Porque Dios nunca rompe su alianza, nunca deja de creer en ti o en mí aunque tú o yo dejemos de creer en Él. “Yo estaré allí ante ti” sirve para testimoniar que el lazo que une a Dios con su pueblo tampoco se va a romper por una inoportuna carencia o una egoísta riña de nuestra parte. Dios siempre está dispuesto.
Y da de beber a su pueblo. A pesar de que lo había tentado, a pesar de que lo había puesto a prueba, a pesar de que descreyera, a pesar de que dudara. A pesar de todos los pesares. Dios nunca abandona a su pueblo. Y de la roca brota el agua. Ese es el momento que Murillo plasma en su obra. Todo se da por olvidado en el justo instante en que mana el líquido vital: los pesares, las penurias, las carencias, las limitaciones, las murmuraciones… Todo se diluye en el gozo, bien visible para el espectador del cuadro, de beber. Volvamos a la obra de misericordia que da pie al lienzo: dar de beber al sediento.
Misericordia: dar de beber al sediento
Pues si Dios obró de manera tan magnánima con su pueblo amotinado en la fuente de Meribá, cómo imaginamos que obrará con nosotros, tan quejosos y levantiscos como los israelitas. Todo cuanto sucedió el día de Masá en el desierto prefigura nuestra propia historia de querellas, de pugnas, pero también de felicidad cuando el chorro proyecta el líquido sin el cual no podemos caminar. San Pablo lo dirá abiertamente a los corintios en su primera epístola: “Y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo”.
De Cristo mana el agua viva. De su costado atravesado por la lanza del centurión. En esa efusión de su sangre y el agua de su costado nace la Iglesia, que es el pueblo peregrino que camina por el desierto de esta vida terrenal en pos de la tierra prometida celestial murmurando con hambre y sed bajo el sol inmisericorde. Todos los personajes del cuadro de Murillo están bebiendo del agua que ha brotado de la roca pero nosotros, los herederos de ese pueblo altivo capaz de tentar a su Creador, podemos beber del agua que calma la sed para siempre -como Jesús le promete a la samaritana en el pozo de Siquén- porque “esa roca era Cristo”.
La promesa es para todos
Y todos pueden acudir a beber porque la promesa es para todos. No hay distingos, no hay excepciones, no hay exclusivas: todos pueden saciarse. Hay agua de sobra para todos. Ese chorro que vemos en el cuadro manando para que todos llenen sus cacharros es apenas un hilito minúsculo al lado de la catarata que brota incesante de la oración: “Sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre”, la define el Catecismo recordando la máxima de San Agustín de que “Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él”.
Dios está sediento de que le muestres tu sed, de que le pidas como San Ignacio: “Agua del costado de Cristo, lávame”. Es tan sencillo como acercar los labios al manantial. Si quieres llenar una cántara de espiritualidad, llénala. Si quieres echar un trago y refrescarte la boca, échalo. Si quieres usar un cacharro nuevo y reluciente, úsalo. Si tienes otro abollado y desportillado, tampoco importa. El agua viva es para todos y es para siempre, no se va a acabar nunca, siempre estará manando por si te quieres acercar. Lo más impresionante de una catarata no llega cuando la contemplas, sino cuando te das la vuelta -sabes de qué hablo- y sigues oyendo el rumor del agua cayendo sin cesar. Incluso cuando te has montado en el autobús que te aleja de allí: el agua sigue despeñándose. La mires o no. La aproveches o la dejes correr. La gracia divina, el agua viva del costado de Cristo, no se va a secar en toda la eternidad.
Al comienzo, te propuse recontar los recipientes con que el abigarrado grupo que pintó Murillo se dedica a recoger el agua que brota de la peña en el desierto. ¿Seguro que eran dieciséis? Has olvidado uno, seguro. Repasa por si falta, en el cuadro de la vida real, tu vasija para beber de la gracia.
Oración
Señor Jesucristo, danos a beber de tu agua viva, fuente de vida eterna. Danos a beber el cáliz de tu pasión para compartir tu muerte y resurrección. Concédenos la gracia de creer cada día más y mejor, y que con el ejemplo de la caridad calmemos la sed espiritual de nuestros hermanos.