El egoísmo humano; esa es la cuestión. Las decisiones sobre la vida y la muerte se las rifan unos pocos imponiendo descomunales losas a la inmensa mayoría que si no está ya atemorizada por las consecuencias de una precipitada legislación no tardará en sufrir la angustia ante situaciones que a lo mejor no revierten peligro en sí mismas, pero que en manos de personas sin escrúpulos podrían llevarles a despertarse en el más allá. El miedo es libre. Y cuando se dictan normas que afectan a cada uno en cuestiones de tan grave calibre es inevitable que surja el temor.
Se ha destapado hace tiempo la caja de los truenos y se han tratado de ocultar las consecuencias que llevan consigo esos artificios en los que envuelven las tesis sobre el sufrimiento de los demás. Pero son harto peligrosas. Desde la salud, sin tener que enfrentarse a quirófanos y salas de hospitales, o bien con la expectativa de salir de ellos indemnes porque la afección que les condujo a visitarlos así lo dicta, es fácil opinar. La juventud y la salud unidas hacen que muchas personas ignorantes de realidades que sitúan lejos para su vida tomen el umbral de la existencia con tanta ligereza. Habría que preguntar a quienes su debilitado organismo, en muchos casos unido a la avanzada edad, les sitúa en esa frontera entre la vida y la muerte. Habría que escuchar su voz porque es la única autorizada.
Es al dolor al que se teme; no a la muerte. Y este es un aserto incuestionable. La muerte es liberación para quien no recibe la ayuda para enfrentarse a él con el trato adecuado que su situación merece, para quien vive su dolor en soledad, cuando percibe veladas o abiertas censuras en los ojos y labios de quienes le rodean, esos familiares que sin entrañas de piedad los abandonan sepultando su memoria para disfrutar de un solaz descanso, cuando se sabe que algunos rodean los lechos ajenos siendo peores que alimañas, urgidos a dar ese asalto a bienes con los que poder disfrutar. Es repugnante, además de indigno, entre otros calificativos que podrían dársele. El ropaje del egoísmo es el que alienta estos vientos huracanados que juegan con la vida de criaturas no nacidas y con la muerte de los vivos.
Si alguien va a un hospital temiendo entrar en un “corredor de la muerte” se le congelará hasta la respiración. ¿Quién puede evitarlo? La eutanasia no es un juego. No hay nada en ella que refleje la dignidad que se le supone. La decisión que cada uno quiera tomar hacia su propio dolor no es algo en lo que deba entrar el legislador, entre otras cosas porque la sensibilidad hacia el sufrimiento es particular como lo es la conciencia y la fe de cada uno, además de las situaciones personales en las que pueda hallarse. No es lo mismo sentirse acompañado, alentado y querido, que pensar que puede haberse convertido en un escollo para los suyos. Muchos ancianos y otras personas que no lo son tanto pueden sentir en algún instante que sobran en este mundo; no le encuentran sentido a la vida. Pero si alguien les hace ver lo contrario, si con sus desvelos muestran cuánto les importa, si hacen todo lo posible por evitarles el drama del dolor –esos cuidados paliativos a los que se les está dando un puntapié en toda regla– no anhelaran la muerte como quieren hacernos creer.
No es lo mismo tener fe en un Dios Padre al que consideramos Sumo Hacedor y un Hermano Primogénito que murió por nosotros, y que desde la cruz nos tiende los brazos, que la opaca expectativa del escéptico. Para un creyente no existe otro horizonte que vivir y disponerse a morir sabiéndose en manos de la divina Providencia. Y en los momentos cruciales la presencia del sacerdote o del capellán (también puesto en solfa), si es que se halla internado en un centro hospitalario, proporciona un consuelo incalculable.
La vida cuando no impera en ella el egoísmo, aún con sus luces y sombras, es de innegable belleza. ¡Cuántos enfermos terminales (o los que se han visto al borde de la muerte) han aprendido a valorar la luz, el trino de las aves, el aire, la danza de las nubes…! Y, de forma especial, la sonrisa amable de quien los atiende… La propia existencia que va desvaneciéndose se agiganta mostrando como en un cliché lo que va dejando tras de sí con sus aciertos y errores. Si la ciencia médica neutraliza el dolor físico asumirá el tiempo que le quede en la íntima quietud, cubierto por la esperanza. La vida que se consume es tan sagrada como lo es la de esa criatura aún en ciernes que una madre protege en su vientre. Que esta cultura de la muerte no se extienda sobre la sociedad como un viscoso manto de brea. Si dejamos que nos sepulte, el mundo será una ciénaga ya que la ausencia de Dios nunca puede engendrar amor y este es el único atuendo del primer y último suspiro.
Isabel Orellana Vilches