Dice el gran Gustavo Adolfo Bécquer en uno de sus poemas: «¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!». Como un diapasón este verso atraviesa hoy día nuestro corazón ante una imposible despedida de los que se aman, ni siquiera poderlos velar. De muchos solo entregan a los suyos las cenizas. Es una población vastísima, en su mayoría de personas de edad avanzada con nombre y apellidos sin las cuales no estaríamos aquí, ni habríamos progresado dejando atrás una orilla en la que hubo fundamentalmente miseria. Ellos nos condujeron a donde estuvimos con mano firme, curtidos brazos de tanto trabajar y el rostro tatuado por incontables fatigas. No lo expreso en presente de indicativo porque sabido es que en estos momentos nos encontramos en la antesala de una etapa compleja en la que nada se puede desestimar, y no solo es achacable al coronavirus, aunque sea lo que ha puesto a todos en el disparadero. Hay otras responsabilidades que se unen al drama que el COVID-19 ha traído consigo.
Pero sí, hay que honrar a nuestros muertos. De ser bien nacidos, es ser agradecidos, dice un refrán. No cabe discutir sobre signos externos con los que debería recordarse a los que se están yendo de este mundo a veces de una manera que estremece: cuando se les dejó abandonados o no hubo medios para poderles atender cubriendo su desnudez, sus temores…, sobre todo, haciendo todo lo posible para salvar su vida. El capítulo de nuestra historia que ahora mismo se escribe es una amalgama de despropósitos y heroicidades. Que pregunten a los sanitarios, a los capellanes, a los que están en el corazón de un infierno que aún no sabemos cuándo va a terminar. Ellos conocen los sabores de lágrimas que no se vierten, o de esas que a hurtadillas brotan en medio de la impotencia y el duelo.
Sí, hay que honrar a nuestros muertos. Y ellos merecen todo el honor. George Bernanos lo ha expresado con meridiana claridad: «El honor de un pueblo pertenece a los muertos, los que viven solo usufructúan». El honor es en palabras de Fernando Rielo «la síntesis de todas las virtudes». Por tanto el respeto, la magnanimidad, el reconocimiento…, que se ganaron a pulso son razones más que justificadas para que no se les niegue ese derecho que las personas suelen recibir en el seno de sus familias cuando mueren. Que nos dejen llorarlos, que nos permitan aclamarlos en el silencio de una oración compartida que cada uno elevará del modo que sepa. Pero que no nos impidan clamar a los cuatro vientos cuánto nos duelen…
Los signos externos son reflejo del valor que les dimos: la bandera a media asta, o la prenda que muestra ese «dolerse con», por ejemplo. Pero si en esta cultura de la muerte en la que sigue en pie el aborto y la más que segura ratificación de la ley de eutanasia (parece que no son suficientes las pérdidas que estamos sufriendo) consentimos en asumir la dramática situación dándole aire de normalidad estaremos incurriendo en una flagrante indignidad porque es un trato que no se le da ni siquiera a un animalito. España, como otros países, está de luto. No busquemos sinónimos para esconder la realidad.
Isabel Orellana Vilches