Al inicio de esta pandemia mostraba la certeza de que tras el drama que nos tocaba vivir el ser humano no podría ser el mismo. Aún luchamos contra el COVID-19 y se torna cada día más urgente y necesario que virtudes como la prudencia y la paciencia sigan en pie y no las desborden los afanes de un cambio social, de una vuelta al pasado que en ningún caso se va a producir, al menos de inmediato. Forzar la situación intentando recuperar con ansia lo perdido, haría vanos los pequeños logros que se van consiguiendo, y lo que es peor, podrían derribarlos. De ello nos vienen alertando los expertos, que son, por descontado, los sanitarios.
Este es el lenguaje que cualquier medio de comunicación traslada estos días a una población temerosa y enmudecida porque no hay nada más atenazador que desconocer los entresijos de aquello contra lo que se lucha. Hasta ahora no hemos visto más que una suma de dolor cotidiano y la ya pública miseria en la que no pocos se han encontrado sumidos de la noche a la mañana.
La lucha prosigue y para ello se impone el sentido común. Ese que guía a tantas personas. Las que Miguel de Unamuno glosaba recordando: “Hay gentes tan llenas de sentido común, que no les queda el más pequeño rincón para el sentido propio”. Son las que persiguen el bien común. Parece mentira que algo tan cercano, como es proceder de manera responsable, contenida, reposada, medida porque se ha reflexionado, cueste tanto siendo que evita graves dislates.
Viene bien traer a colación la experiencia. Algo de lo que en términos evangélicos hay que huir cuando se recurre al pasado con sesgo negativo, para quedarse en él. Con esta importante salvedad hay que decir que la inteligencia de la calle, con la suma de vivencias que aporta, es como esa enciclopedia que nos ha enseñado a mirar con otros ojos la realidad, escudriñar los riesgos y a saber encarar también este presente que en nada puede parecerse a lo que tuvimos no ha mucho tiempo.
Inteligencia es aprovechar todo lo bueno que esta pandemia nos viene dejando. Las calles, las avenidas, los espacios recoletos, los balcones… con esos gestos que nos han conmovido desde el principio por extraer lo mejor del ser humano, deberían haber llegado para quedarse. Siempre el bien en el horizonte, con la claridad y prudencia que aconseja un elemental sentido común, y lejos de la inquina, de la crítica destructiva…
Lo que conviene es reconstruir, restañar heridas, seguir orando, acompañando… La calle nos enseña, sí, pero dentro de cada uno guardamos un potencial que es anterior a ella. El que Dios Padre nos confirió al crearnos. No hay nada más extraordinario que convertir lo ordinario en un acto purísimo de amor. Por lo demás, hay que decir con san Conrado Birndorfer de Parzham: «Estoy siempre feliz y contento en Dios. Acojo con gratitud todo lo que viene del amado Padre celestial, bien sean penas o alegrías. Él conoce muy bien lo que es mejor para nosotros…».
Isabel Orellana Vilches