Se fueron de este mundo en silencio, en una terrible soledad que a muchos envolvía antes de que el coronavirus hiciese acto de presencia. Su partida, anudada en las redes del dolor comunitario, no contó siquiera con el llanto agradecido de quienes más cerca tuvieron en vida. Quizá el lamento de los que no supieron valorarlos a tiempo les acompañó en un imaginario cortejo que estuvo vacío de confesiones y súplicas de perdón, manos desnudas de ese último aliento que se desvaneció sin recibir consuelo… Para muchos solo una simple estadística manejada a conveniencia, y la ausencia del nombre en un obituario; seres que pasaron al otro mundo con el único derecho del luto que los suyos le concedieron.
Son nuestros mayores, los que vimos disfrutar del sol y de los niños, los que se distraían ante el paso de los viandantes sepultados por el ruido de la urbe, temerosos de constituir una carga para los suyos, sin atreverse a veces a respirar para no molestar a sus allegados expresando determinadas emociones que fueron sofocadas en su intimidad, bien amados o considerados casi un estorbo, que de todo hay… Esos a quienes la vida pudo no serles amable, o aquellos que vieron caer las hojas del calendario con la idea de que ya poco o nada podían hacer, los que mostraban en su rostro las fatigas padecidas, y en el fondo de sus ojos perduraba ese brillo de una inocencia que tal vez nunca perdieron… Tan quedos en su vivir que no llamaron la atención y quizá por ello tampoco suscitaron ternura. Lo contrario de lo que sucede con los niños.
Vidas llenas, y vidas rotas… entrañables biografías que marcaron el rumbo de la historia que llevaba trazada su nombre y apellidos, enciclopedias vivas para los suyos, personalidades de su tiempo o anónimos ciudadanos, con sus sueños y esperanzas, sus aciertos y sus errores, mirando a un horizonte que cada vez se les antojaba más corto… Bancos vacíos de las calles que hoy claman su presencia, sin saber que un cielo los aguardaba con los brazos abiertos y se los llevó consigo en esta primavera aciaga…
El fantasma de un despropósito con resultados funestos, que hizo de muchos de ellos carne de cañón en medio de esta pandemia al negarles la asistencia que requirieron condenándolos a muerte, acompañará al menos a esta generación. O debería hacerlo porque como decía el filósofo Abraham Joshua Heschel: “La prueba de un pueblo es su comportamiento hacia el viejo. Es fácil amar a los niños. Pero el cariño y el cuidado hacia los ancianos, los incurables, los desamparados son las minas de oro verdaderos de una cultura”.
Aún estamos a tiempo de conceder a los que han sobrevivido la estima que se han ganado a pulso tanto como los que se fueron que ya descansan en paz.
Isabel Orellana Vilches
Fotografía de Julio Domínguez Galeón