Os proponemos un itinerario espiritual por los cuadros que Bartolomé Esteban Murillo pintó para la iglesia de San Jorge de la hermandad de la Santa Caridad, de la mano del periodista Javier Rubio.
En el cuarto centenario de su nacimiento, peregrinaremos de palabra por sus lienzos y lo que significan, como una catequesis itinerante en torno a las siete obras corporales de misericordia que la hermandad quiso que vistieran las paredes del templo como las páginas de un catecismo abierto a todo el mundo.
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“Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me ha enviado” (Mt 10, 40)
Quiénes son esos tres personajes que aparecen a la izquierda en el cuadro. La cuestión tiene más enjundia de lo que parece a simple vista. Quiénes son esos tres caminantes con túnicas y mantos de colores que no podemos asociar a ningún apóstol. Calzan sandalias y en el de la derecha descubrimos una calabacilla, que hacía de cantimplora en esa época. Vienen de lejos. O eso parece. Y cada uno lleva un cayado. Para apoyarse en él durante el camino, cuando la fatiga casi vence al cuerpo y hay que buscar un apoyo para seguir avanzando.
Tres sujetos, tres cayados idénticos en tamaño y forma. Pero siendo así que sirven para apoyarse en el suelo, por qué los alzan. Y por qué está cada vara a diferente altura: el del centro, más elevado; luego, el de la izquierda y finalmente el de la derecha. Como en un podio olímpico, tal vez señalando la preeminencia entre esos tres personajes misteriosos plantados ahí delante del anciano con barbas. ¿Es casualidad o lo andaba buscando Murillo con toda la intención?
Y todavía más inquietante: ¿no tienen el mismo rostro los tres? O, al menos, se parecen tanto que no hay manera de distinguirlos, como si compartieran semblante o personalidad. Como si el pintor hubiera querido lanzar un aviso al espectador de que se trata de un misterio dentro de otro misterio. El cuadro entero lo es. Bartolomé Esteban Murillo adoptó el pasaje del Génesis conocido como la teofanía (aparición o manifestación de Dios) de Mambré para ilustrar la obra de misericordia de dar posada al peregrino siguiendo una línea de pensamiento alumbrada con la Contrarreforma y que tuvo en la escuela de Rembrandt su principal propagador. Cuando Murillo la adopta para el programa iconográfico de la Caridad, donde cuelga una copia porque el original llegó hasta Ottawa (Canadá), no hace sino reproducir el motivo de la filoxenia de Abrahán, justo lo contrario del término xenofobia con el que estamos tristemente más familiarizados.
El cuadro, pintado para la Caridad y expoliado por el mariscal Soult como los otros tres de la serie de las obras de misericordia, representa a tres individuos varones de aspecto juvenil, casi diríase angelical llegando a la presencia de un anciano de luengas barbas blancas arrodillado bajo una encina a la puerta de lo que figura ser una casa. Una cesta de mimbre colgada de una ramita del tronco completa la escena pictórica. Murillo reproduce casi al pie de la letra el relato del Génesis.
Murillo sabía de encinas
En primer lugar, está la encina. Casi como un quinto protagonista del lienzo. Su presencia es insalvable, por mucho que queramos fijar la atención en el gesto de los cuatro hombres, hay algo que nos empuja a desviar la mirada y a recorrer el tronco de la encina hasta la rama que enmarca la escena dividiendo en dos mitades el cuadro: Abrahán está bajo la sombra de las hojas, que Murillo se encarga de pintar con un detalle asombroso, con una pincelada puntillosa y metódica. A su favor tiene que se trata de una especie bien reconocible para un pintor sevillano. Nuestras dehesas, el biotipo característico del bosque mediterráneo en nuestra zona, están pobladas de encinas y eso se nota en la minuciosidad con que está descrito el árbol en el lienzo.
Murillo está seguro y lo pinta con detalle, casi con delectación, en una actitud diametralmente opuesta a la que le llevó a pintar el dromedario de “Moisés haciendo brotar el agua de la roca” casi de forma anecdótica, asomando por el ángulo superior derecho del cuadro, porque lo más seguro es que el pintor sevillano jamás hubiera visto en su vida esta especie de cuadrúpedo. Pero encinas sí que vio. Y tanto que se nota:
las hojas ofrecen la tonalidad verde oscura por el haz y casi blanquecina por el envés inconfundibles en la variedad rotundifolia de la especie Quercus ílex tan abundante en los cotos arbolados en torno a Sevilla.
En segundo término, el patriarca del Antiguo Testamento, con el que Yahvé firmó la Antigua Alianza. En el capítulo 14 del Génesis se nos indica que Abrán (todavía no le había cambiado el nombre Dios tras sellar su pacto) estaba radicado en el encinar de Mambré el amorreo, aliado suyo como sus hermanos Aner y Escol, en el rescate de su sobrino Lot de manos del rey Quedorlaomer y sus aliados. Todavía hoy se exhibe una encina sostenida por vigas en el sitio palestino de “Haram Ramet el Halil”, literalmente, “santuario de la altura del amigo de Dios”, muy cerca de Hebrón, donde se veneran las tumbas de Abrahán, Isaac y Jacob.
Abrahán estaba sentado en esa piedra de la derecha “en lo más caluroso del día” hasta el momento en que ha alzado la vista y ha encontrado a esos tres andariegos que se aproximaban. “Al verlos, corrió a su encuentro desde la puerta de la tienda, se postró en tierra”, actitud que advertimos en el movimiento de sus piernas. Colgado del cinto, apreciamos el cuchillo, atributo iconográfico que recuerda el sacrificio de Isaac, su hijo, detenido en último instante por un ángel del Señor. Pero no adelantemos acontecimientos, aunque el cuadro de hoy vaya precisamente de anuncios y promesas. Cada cosa a su tiempo.
De acuerdo, pero quiénes son los tres personajes del lienzo. Con el patriarca no hay confusión posible, porque así lo marca el pasaje vesterotestamentario, pero para los otros protagonistas de la composición hay controversia en la historia del Arte. Basta contraponer a Murillo, a Tiépolo y a Rublev para darse cuenta de las diferencias entre estos tres artistas a la hora de representar el episodio de la teofanía de Mambré.
Andrei Rublev, un monje ortodoxo ruso que vivió en el siglo XV, es autor de un icono mundialmente famoso, acaso el más reconocible de la innúmera producción rusa: “La Trinidad”, también llamado “La hospitalidad de Abrahán” porque se inspira en la misma perícopa bíblica. La Iglesia oriental pronto advirtió en la figura de esos tres personajes que llegan hasta donde habita Abrahán a la mismísima Trinidad.
Y así se ha interpretado y representado el episodio en el arte cristiano oriental El icono de Rublev nos presenta a Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo de izquierda a derecha. Los colores de sus vestiduras así los identifican. Además, detrás de la segunda persona de la Trinidad, Jesucristo nuestro Señor, asoma la rama de una encina en referencia al encinar de Mambré. Los tres personajes están sentados a una mesa y cada uno porta su bastón. No hay duda: el artista ha tomado la primera teofanía del Antiguo Testamento como una visita de la Trinidad en torno a una mesa donde hay una copa que contiene el ternero que el patriarca ofreció a sus visitantes. También San Ambrosio fue el primero en inclinarse por esta prefiguración de la Trinidad contenida en la visita aparente de los tres ángeles y tras él, su discípulo San Agustín y luego otros padres de la Iglesia.
Examinemos ahora el lienzo de Giambattista Tiépolo que se conserva en el museo del Prado. Se trata de un óleo originalmente destinado a una capilla o un oratorio privado en el que Abrahán está prosternado ante tres espíritus celestes inconfundiblemente caracterizados como ángeles con alas a la espalda y el rostro de efebos impúberes cubiertos con telas vaporosas que velan el sexo de los ángeles al espectador. Una hogaza de pan a los pies de las criaturas celestiales testimonia la ofrenda, pero el desplante del ángel central, diríase que la altivez con que está retratado, descarta cualquier prefiguración de la Trinidad y circunscribe la aparición a Abrahán a meros mensajeros de la divinidad destinados a llevarle el anuncio del nacimiento de un hijo con su mujer Sara.
En medio de estas dos interpretaciones iconográficas se sitúa el cuadro de Murillo para la Caridad. La apariencia humana de los viajeros que llegan hasta la tienda del patriarca del Génesis posibilita cualesquiera de las dos maneras de representar la teofanía de Mambré. Sin embargo, hay un detalle teológico mucho más interesante en el gesto de Abrahán en el lienzo murillesco que en el de Tiépolo, pintado casi un siglo después. Aquí el patriarca mantiene unidas las manos en gesto característico de oración, como si la visión de los ángeles le hubiera hecho entrar en éxtasis. En Murillo, no obstante, Abrahán presenta ambos manos abiertas con las palmas vueltas acompañando el movimiento de los brazos con una flexión del codo que constituye toda una invitación a entrar a la tienda y a tomar posesión de todo cuanto tiene el pastor.
Por eso cuadra que Abrahán ofrezca posada a sus tan ilustres como desconocidos visitantes. El primer versículo del capítulo 18 nos dice que “el Señor se apareció a Abrahán”. A eso llamamos teofanía o incluso logofanía, porque es el Verbo el que se manifiesta. Pero antes de que se le apareciera en Mambré (lugar sagrado) el Señor, Abrahán había sellado un pacto con Yahvé por el que se había cambiado de nombre y había adoptado la circuncisión del prepucio de los varones de su casa como símbolo de la pertenencia al pueblo elegido.
Dios al encuentro
Murillo reserva una mirada compasiva para la escena completa. En ese sentido, transmite con sus pinceles fidedignamente el relato sencillo, directo y fresco del libro del Génesis. La aparición de Dios no viene acompañada de ningún signo externo. No hay “ligero y blando susurro” como con Elías, ni rayos y truenos como en el Sinaí, ni siquiera en sueños durante la noche, con toda su carga de misterio. Aquí Dios se presenta a través de tres caminantes. Y lo más grandioso es que Abrahán sabe verlo. Está preparado para encontrarlo en esos tres andariegos que llegan hasta él.
¡Tantas veces habrá venido Dios a nuestro encuentro y no lo hemos advertido! Habrá llegado como unos simples paseantes que se acercan y a los que hay que banquetear, pero en seguida nos habrá sobrepasado el fastidio que supone dejar de lado nuestros planes y dedicarles, antes que nada material, tiempo. Dios pasa por nuestro lado, pero cuántas veces ni siquiera lo notamos. Abrahán nos da un modo de conducta. Porque antes que nada, ejerce la hospitalidad, sacrosanta en los pueblos de Oriente y tan olvidada en nuestro mundo de prisas. ¡Ah, aquellas visitas de parientes que venían de fuera de la ciudad a los que había que atender como es debido sin mostrar impaciencia por la hora en que decidían volverse a su hogar!
Refugiados
Nos hemos referido antes a la filoxenia de Abrahán, porque es el sentimiento de amor al extranjero el que anima la actitud de Abrahán. La hospitalidad es un rasgo característico de las culturas del desierto, un medio extremo donde la visita constituye un acontecimiento tanto para el anfitrión como para el huésped. Los israelitas, como pueblo de Oriente Próximo, tenía inculcada esta mentalidad y así lo recogen las Escrituras después del Éxodo: «No maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros en la tierra de Egipto».
Y esa idea se transmite al cristiano, como bien recuerda el Papa Francisco en su reciente exhortación “Gaudete et exsultate”: “Suele escucharse que, frente al relativismo y a los límites del mundo actual, sería un asunto menor la situación de los migrantes, por ejemplo. Algunos católicos afirman que es un tema secundario al lado de los temas «serios» de la bioética. Que diga algo así un político preocupado por sus éxitos se puede comprender; pero no un cristiano, a quien solo le cabe la actitud de ponerse en los zapatos de ese hermano que arriesga su vida para dar un futuro a sus hijos”.
Abrahán -y con él los espectadores del cuadro de Murillo- no sabe quiénes son sus tres huéspedes misteriosos pero aun así los agasaja con una disposición que hoy nos asombra: manda traer agua para que se laven los pies, que el primer gesto de acogida a quien pisaba los umbrales de un hogar. Y les trae pan para que repongan fuerzas. Y luego manda a Sara hacer unas tortas con tres cuartillos de flor de harina y matar el ternero hermoso para guisarlo. Y cuajada y leche y que no falte de nada.
En el pasaje del Génesis, los tres personajes llegan para cumplir una misión, para anunciar el cumplimiento de la promesa que Yahvé le había hecho, pero no sabemos ni una palabra hasta que no se ha celebrado el encuentro.
No es el Dios tonante que se anuncia con fuego devorador como proclama el salmo 18: “De su nariz se alzaba una humareda, de su boca un fuego voraz, y lanzaba carbones ardiendo. Inclinó el cielo y bajó con nubarrones debajo de sus pies”.
Aquí es un Dios cercano que gusta de las cosas sencillas. Qué más sencillo hay que hacer un alto en la caminata en lo más caluroso del día a la sombra de una encina. A Dios le es grata nuestra compañía y le va bien con todo lo que queramos ofrecerle casi como en el verso de Machado: “El bueno es el que guarda, cual venta del camino, para el sediento, el agua; para el borracho, el vino”. Dios se nos presenta a diario y de nosotros depende la respuesta. Si nos echamos a sus pies invocando como hace Abrahán, el amigo de Dios: “Señor mío, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo”.
Miguel Mañara
En el capítulo segundo de la regla de la hermandad de la Santa Caridad, el venerable Miguel Mañara mandó escribir: “Nuestro padre Abrahán rico y poderoso era, y pudiendo mandar a sus criados cuidasen de los pobres peregrinos, no lo hacía, sino en sus hombros traía el venerable padre las terneras para regalarlos, porque no sabía si Dios nuestro Señor se agradaría más de los dolores de sus hombros que del regalo del hospedaje”. No cabe duda que Murillo, admitido a la hermandad en tiempos de Mañara, tendría muy presente esta regla a la hora de retratar en su cuadro la obra misericordiosa de hospedar al peregrino.
Abrahán se da cuenta de la oportunidad que tiene con la presencia de esos tres sujetos que sólo abren la boca para admitir el ofrecimiento que les hace: “Bien, haz lo que dices”. Es el valor supremo de la acogida. Todavía no han hablado del motivo por el que han aparecido en escena, todavía no sabe el patriarca por qué andan por allí ni para qué han llegado hasta donde él está, pero se apresura a homenajearlos. Antes de que Dios nos revele su plan, ese orden de vida que tiene prefijado para cada uno de nosotros dependiendo de nuestras opciones, antes es necesario que se produzca la acogida. Casi como un amigo. Antes de que Dios hable -por boca de sus mensajeros o de la Santísima Trinidad o de un mendigo con el que te cruzas a diario-, es obligado que te amigues con Él. Que le saques cuajada y leche, que guises lo que tengas a mano, que lo invites a pasar como en el cuadro Abrahán está invitando a pasar a sus desconocidos huéspedes.
En nuestro mundo frenético y sincopado, apenas hay ocasión para ejercer la hospitalidad. Para obsequiar con lo más preciado que tenemos: nuestro tiempo. Pero se impone como un requisito para recibir el don del Espíritu, esa Fuerza de lo Alto que llega hasta nuestra vida como los tres ángeles visitaron a Abrahán. Sin esa acogida hospitalaria, verdaderamente amistosa y relajada, no puede ir más allá la visita del Espíritu Santo que aquí se nos presenta. Se impone, como primera regla para con Dios, darle su tiempo, regalarle el espacio, preparar su estancia y ofrecerle lo que se tiene a mano: crear el clima de familiaridad, de confianza en el trato, de amistad prudente que da saberse acogido.
Abrahán, como tú y yo mismo, no sabe qué quieren los tres caminantes pero aun así los atendió lo mejor que supo. Dios pasa por tu vida, pero sólo si dispones la mesa y le haces hueco para que repose a tu lado, tomará asiento y se refrescará. Dios sólo pide un gesto, una invitación para que el corazón del posadero se abra. Más adelante se desvelará la razón de la visita.
Sara y la promesa
El motivo real de la aparición de esos tres personajes se nos revela en los versículos 9 al 15. “Después le dijeron”, esto es, primero se dejaron obsequiar y disfrutaron de la comida dispuesta en su honor y sólo cuando se afianzó el clima de confianza, sólo cuando habían comprobado la disposición de Abrahán para acoger el mensaje fundamental que portaban, sólo entonces se abrió paso la conversación: “Cuando yo vuelva a verte, dentro del tiempo de costumbre, Sara habrá tenido un hijo”. El libro del Génesis es elocuente cuando presenta al patriarca como “ancianos, de edad muy avanzada” por lo que ella ya había pasado el climaterio.
Ahí queda patente el alcance y la trascendencia de la visita. Sara, a pesar de su edad, le dará un hijo a Abrahán, a quien Dios había prometido hacerlo “padre de una muchedumbre de pueblos”. En el capítulo precedente del Génesis, en una anterior teofanía, el Señor había sellado su alianza con Abrán: “Yo soy Dios todopoderoso, camina en mi presencia y sé perfecto. Yo concertaré una alianza contigo: te haré crecer sin medida”. Su hijo se llamará Isaac, con el que Dios establecerá una “alianza perpetua”.
Te has reído
Sara se toma a risa la promesa de Dios. No le cabe en la cabeza.que, a pesar de su edad, vaya a tener placer con un marido tan viejo. Dios, cuando se hace presente en nuestras vidas como lo está delante de la tienda de Abrahán, nos descoloca. Siempre. Sara se veía incapaz. Y tú y yo nos vemos incapaces. Qué sé yo: de salir con un termo de comida a repartir café a los indigentes, de darle clases de matemáticas a un refugiado sin familia, de predicar de palabra el Evangelio, de ponerme delante de vosotros cada semana a meditar en torno a la Palabra de un cuadro de Murillo. También, como Sara, decimos ‘anda, ya’, ‘cómo va a ser eso’, ‘ni soñando…’
Dulce huésped del alma
Me quedo con esta frase de la exhortación del Papa: “No tengas miedo de apuntar más alto, de dejarte amar y liberar por Dios. No tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. La santidad no te hace menos humano, porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia”.
Todo depende de cómo se acoja a la Fuerza de lo Alto, el don gracioso que se derrama sobre ti y sobre mí. Al Espíritu Santo, en la secuencia litúrgica que se reza en su honor en la fiesta de Pentecostés, se le invoca como “dulce huésped del alma”. Viene hasta nosotros como esos tres misteriosos personajes del lienzo. ¿Lo recibimos como Sara, escépticos y pugnaces, o lo recibimos como María, dóciles y confiados?
¿Sale tu alma a recibirlo, a arrodillarse cuando pasa junto a la tienda y lo saluda, lo colma de favores y lo agasaja como Abrahán hizo con los tres ángeles que aparecieron en escena? ¿Dispone tu alma un lugar para que repose y descanse su dulce huésped?
Mambré y Nazaret
La teofanía de Mambré puede entenderse como una prefiguración de la Anunciación, solemnidad que hemos celebrado esta semana. El ángel del Señor anunció a María y concibió por obra del Espíritu Santo. Se le presentó con sorpresa y conturbó a la Virgen; tanto que las primeras palabras del mensajero en Nazaret buscaban que se regocijara y despejara los temores que la atenazaban. En un principio, María muestra similar perplejidad que Sara: ”¿Cómo será eso, si no conozco varón?” Humanos somos y no nos cabe en la cabeza el plan de Dios, porque si nos cupiera, si fuéramos capaces de imaginarlo, no sería tan inmenso e inabarcable como su misterio. El Señor le pregunta a Abrahán: “¿Hay algo demasiado difícil para el Señor?”. Y el arcángel Gabriel despeja las dudas “porque para Dios nada hay imposible”.
Es el mismo planteamiento con distinta respuesta. Sara, a la que no vemos en el cuadro de Murillo, se despide porfiona y asustada: “No me he reído”. María, por el contrario, no se ríe. Su sí incondicional, sin reparos, pleno de fe, concluye en el Magnificat, el canto de alabanza más extraordinario que podamos leer en la Biblia: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, mi espíritu se alegra en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí…”
Oración
Señor Jesucristo, que fuiste peregrino en este mundo, danos un corazón acogedor para que abramos las puertas al peregrino y procuremos techo y hogar al que no tenga donde recogerse. Haznos compasivos con los hermanos y concédenos la gracia de no cerrar nuestro corazón al Espíritu Santo, estando siempre abiertos para recibir sus dones y obrar la caridad con nuestros prójimos.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.