No creo que sea difícil entender que una empresa que tenga un jefe que actúe habitualmente con mucho nerviosismo, enfados, irritaciones, etc., produzca un ambiente muy lejos del ideal que cualquier persona desea en su entorno. No nos aventuraremos demasiado si decimos que los subordinados no soportan a un superior con esas características.
Comienzo con este ejemplo porque me llama mucho la atención el hecho de poder encontrar ciertos paralelismos sencillos entre la vida de los adultos y la relación padres-hijos. Mientras que las primeras situaciones se comprenden por parte de la mayoría, en el caso de padres-hijos ocurre que no somos capaces de ver la viga en nuestro ojo, mientras que la sensibilidad para detectar pajas en el ajeno es extrema. Me atrevo a lanzar aquí una pregunta, ¿somos los padres capaces de examinar cómo actuamos, con cierto espíritu crítico?
Es muy característico del hogar en el que hay adolescentes, que haya momentos de tensión con los padres, estados de humor cambiantes, etc., y todo esto se acepta como un mal menor (o no tan menor) necesario, que hay que sufrir estoicamente y que se desea que pase lo más rápidamente posible. Ojo, que no es malo que todo esto pase. De hecho es bueno; ten en cuenta que han pasado de ser niños, donde todo se les da hecho y no tienen realmente más que seguir el camino por los raíles que les han puesto, a toparse con una realidad: que son ellos los que tienen que comenzar a construir su propio futuro, que tienen que diseñar sus propios raíles, que no tienen que seguir el mismo camino que el marcado por sus padres.
Disonancias con los padres y con otros adultos
Pero sobre todo, que ese camino que ellos comienzan a diseñar es el que les debe llevar a tener el futuro que quieren. Y paralelamente no tienen ni idea de si van a ser capaces de marcar una vía que les lleve a su destino deseado; se sienten inseguros, pero a la vez necesitados de ir comenzando a ser dueños de su futuro. Lo único seguro es que si siguen al pie de la letra la partitura marcada por sus padres no podrán ser ellos mismos. Como es lógico esta situación tiene que generar, en mayor o menor medida, más pequeños o más mayores, disonancias con sus padres, y puede que con otros adultos.
Esto que ocurre puede ser el fin de una bonita historia, o el comienzo de una maravillosa, de crecimiento personal. Y siento tener que decir que esto es más responsabilidad de los padres, que de los hijos. ¿Somos los padres conscientes de la situación por la que pasan los hijos? ¿Tan fácilmente olvidamos esa época que también vivimos?
Desarrollo del cerebro y explosión de hormonas
Me voy a permitir citar a la doctora Nieves González Rico para hacer una reflexión sobre los adultos, pero antes comentaremos algo sobre el desarrollo del cerebro. Desde el nacimiento el cerebro va madurando por zonas y, ¡¡oh casualidad!! el lóbulo prefrontal, encargado de las consecuencias de nuestros actos a largo plazo, de unir informaciones diversas para tomar mejores decisiones, control de las emociones, etc., es la parte del cerebro que más tarde se desarrolla; no hay una edad fija, pero se puede decir que su maduración finaliza en torno a los 25 años.
Un adolescente tiene además una «explosión» de hormonas, diferentes para el hombre y la mujer, con consecuencias en comportamientos, decisiones y actitudes. Sin embargo, un adulto tiene un cerebro más desarrollado y, por ende, menos flexible; esto hace a los mayores menos propensos al cambio y más a mantener sus posturas. Pero, gracias a Dios, existe la libertad y la suficiente flexibilidad para que, aquel que quiera, pueda no tener esta limitación.
Nuestros hijos no se adaptan, pero ¿somos capaces de adaptarnos nosotros?
Cito a Nieves de su libro «Hablemos de sexo con nuestros hijos»: «Al hacernos adultos, nuestras actitudes se hacen cada vez más rígidas y estables. Por eso nos cuesta aprender y, sobre todo, modificar nuestras opiniones, mucho más que a los niños y a los jóvenes […] ¡Qué signo de grandeza humana muestra un adulto cuando […] descubre que puede existir una forma más grande, más plena y, por tanto, más humana de vivir las cosas y no se atrinchera en sus posiciones! ¡Qué novedad ver a alguien que no se defiende, sino que se muestra dispuesto a recibir y acoger esa verdad descubierta!» Nos quejamos de que nuestros hijos no se adaptan, pero ¿somos capaces de adaptarnos nosotros?
Tengo la sensación de estar apuntándome a mí mismo con el dedo acusador, ¿no estaré afectándome con este post? Pues me temo que sí. A los padres nos corresponde la autoridad: no es un derecho, es una obligación. Pero la auténtica autoridad no es una posición de fuerza, es un servicio, pues el fin no es ni la comodidad de los padres ni su bienestar.
Los hijos deben haber venido al mundo por amor, y es ese amor el que debe seguir moviendo la autoridad, que se responsabiliza de buscar el bien de toda la familia. Cuando una persona ama a otra, decide libremente buscar su bien. Pero en el caso de los padres la decisión libre fue amarse, y que como fruto de ese amor llegaran los hijos; a partir de ese momento la autoridad obliga a buscar ese bien. No se trata de que los hijos no tengan responsabilidad, pero sí de que ésta recae de forma grave sobre los padres. ¿Hemos reflexionado sobre esta importante y tan bonita responsabilidad?
Con el adolescente trabaja con serenidad
Hemos dicho que un adolescente tiene bastante confusión sobre cómo actuar en su vida; como es lógico afecta a cada uno de ellos de manera muy diversa. Debemos actuar para ayudarles a decidir mejor, a ir encontrando su propio camino. Como ya hemos dicho, no es raro que con cierta frecuencia reaccionen de manera que hace que los padres se sientan molestos, por lo «absurdo» de sus peticiones o comentarios, por la falta de orden, que antes tenían, por la dejadez, por las actitudes que toman a veces, por la pereza extrema en ciertos momentos.
Todas estas situaciones suelen sacar de quicio al adulto, pues le saca de lo que considera sus parámetros normales de vida, y reacciona como ese jefe del que hablábamos al comienzo, que no suele gustar mucho. Claro, algunos dirán, ¿qué hacemos entonces? Pues tengo la dicha de poder responder que sí hay algo que se puede hacer. Y es de las pocas veces que una receta funciona para la gran mayoría. Se trata, tengo la sensación de estar escuchando el redoble de tambores, de trabajar desde la serenidad. ¿Solo es eso? Te sigo explicando.
Somos los padres los que se supone que tenemos dominio de nosotros mismos, y hay muchos momentos en los que nos cuesta. Y cuando perdemos la serenidad suele ser por circunstancias externas que nos afectan; es claro que cuanta más paz haya en mi entorno más difícil será perderla. Pues en casa somos los responsables de crear ese ambiente de paz. Y puedo decir, desde la experiencia y el estudio, que cuanto mayor sea la serenidad con la que actúa un adulto, mejor responderá el adolescente en la gran mayoría de los casos.
El adolescente, al igual que el adulto, se ve favorecido por un ambiente adecuado, además muchas de las discusiones que se mantienen lo son por cuestiones de las que ellos mismos no están muy seguros, pero que quieren mantener. Si ven que no van a conseguir nada discutiendo, suelen dejar de discutir. Además, los padres cometemos el error de querer convencer al hijo con argumentos, cuando ellos suelen estar más preocupados por salirse con la suya que de tener razón, o se encuentran en situaciones en las que les resulta muy difícil ver sus consecuencias a largo plazo (su mismo desarrollo cerebral les lleva a ello).
¡Manos a la obra!
No estoy diciendo que se les deje de exigir, nada más lejos de la realidad; de hecho, suele tener mejor resultado exigir con calma que reclamar chillando. Los hijos ponen en cuestión nuestros criterios enfrentándolos y, según nuestra reacción, les dan un valor. Por ello no perder la calma, pero no ceder, suele llevar para ellos el mensaje asociado de que eso es importante y no va a cambiar. Enfadarse mucho y terminar cediendo o no exigiendo suele llevarles a creer que no es nada importante.
Te aconsejo que lo practiques, no te preocupes si no tienes siempre, o muchas veces, la última palabra; lo que importa es que se respete la decisión. Esfuérzate en reaccionar con serenidad; si tú no eres capaz no creo que tengas derecho a exigirle a él que se esfuerce en superarse. No te preocupes si no lo consigues siempre, pues somos débiles y vamos a meter la pata sin duda alguna. Al comienzo, si no sueles hacerlo, no notarás grandes cambios. Con el paso del tiempo, te darás cuenta de que tu hijo se ha vuelto más sereno, en casa hay más paz, todos están mejor y habrás visto que el esfuerzo habrá merecido la pena. Puedo atestiguar que en mi caso y en el de muchas otras personas así ha sido. ¡Manos a la obra!