ARREPENTIRSE, MUCHO MÁS QUE UNA EMOCIÓN

El arrepentimiento como cualidad espiritual bien orientado sería un motor que contribuiría a cambiar la sociedad y el mundo, algo que se conseguiría en la medida que cada uno lo viviese de forma auténtica. Contra lo que algunos han dicho no es «miserable» arrepentirse; más bien, es signo de grandeza, de valentía y de libertad. ¿No es cierto que la soberbia brilla en quien se juzga poseedor de la verdad, en quien se atribuye aciertos indiscutibles en lo que hace y en lo que dice, en las decisiones que toma? ¿Es libre quien se encierra en los propios criterios? ¿Qué sentimiento induce a mantenerse aferrado a los errores? A mi modo de ver, un absurdo afán de creerse superior. Una persona que se jacta de haber cometido una serie de pecados de los cuales no tiene intención de arrepentirse, ¿qué quiere demostrar? ¿Cómo es posible que la insensatez llegue a esos extremos? Sencillamente porque esta virtud no se vive como un don, como una gracia y se desconoce lo que es el santo temor. Y sin esa conciencia de pequeñez, sin el reconocimiento de la propia falibilidad, todo vale, como ha sucedido con la grave ofensa contra millones de creyentes que se ha producido en la reciente inauguración de las olimpiadas en París; un alarde de osadía y probablemente una bien meditada puesta en escena, realizada a propósito, porque sus impulsores sabían el impacto mundial que iba a tener. Ya lo dijo Cristo: «Los hijos de las tinieblas son más astutos que los hijos de la luz».

La secuencia del arrepentimiento es bien conocida: siendo previa la apreciación del mal y el sentimiento de culpa, aunque ambos pueden ser simultáneos, cuando aquella es sincera surge el profundo deseo de cambiar junto a la necesidad de ser perdonado y de perdonarse. ¿No hay conciencia de daño? Entonces no hay nada de que arrepentirse. Por consiguiente, ni hay culpa, ni anhelo de perdón. Y con estos parámetros uno puede pasear por el mundo lo que quiera, incluso ponérselo por montera, decir y hacer lo que le plazca. Llegar a tal término de frialdad que ni siquiera importa si a los demás les parece bien o mal la conducta personal. Es el rostro de los totalitarismos de todo tipo, de los movimientos pseudoculturales que nada nuevo aportan, y que absurdamente seducen a masas que deambulan sin saber a dónde van y que no obtienen otra respuesta que el vacío.

El arrepentimiento acompañado de profunda aflicción pone de manifiesto la sensibilidad de una persona que vislumbra el bien que pudo haber hecho y que dejó pasar, una experiencia vivencial que magníficamente expuso san Pablo. «El arrepentimiento es una lágrima en el ojo de la fe», en palabras de D. L. Moody. En el que siente de corazón el mal que ha hecho se produce un drástico cambio de perspectiva. Del yo pasa al tú. Duele que otros sufran y la humildad se impone al egoísmo. Es la aflicción el motor que engrasa la voluntad, por así decir, a sabiendas que por sí sola no puede acometer el combate preciso, ni saldarlo con buenos frutos. Es necesaria la gracia divina. Naturalmente, si ese afán por cambiar la propia conducta cuando no se deja guiar por el amor fuese el que moviera los corazones de todos (para lo cual haría falta un milagro) el mundo, vuelvo a repetir, no sería lo que es. Las guerras las impulsan los prepotentes, los que se han endiosado a sí mismos, y han encumbrado sus egoísmos creyéndose que están por encima del bien y del mal.

Repito, es Dios a quien hay que aferrarse para no sucumbir cometiendo similares errores u otros de mayor calado, lo que significa que esa gracia del arrepentimiento ha de ser una constante vital en todo itinerario espiritual y necesaria para todos por ser la base de una exquisita convivencia. Ya se sabe que el arrepentimiento no borra el daño causado, pero con el sentimiento penitencial, Dios, para el que todo es posible, obra maravillas. Lo vemos en la vida de los santos. Sus profundas aflicciones, activo que alimentaron en su oración, suavizaron las aristas del carácter y con su ejemplo han espoleado la vida de numerosas personas. Y es que el arrepentimiento verdadero cautiva; tiene el poder de restaurar el mal que se hizo al punto de arrebatar del otro el perdón con una fuerza inaudita que derroca el muro del resentimiento. Un ejemplo insuperable de lo que es esta gracia lo tenemos en la parábola del hijo pródigo. Volviendo al Padre, eje vertebral de su vida y aliento en su caminar, dio un giro radical a la misma. Así pues, responder a la profunda transformación a la que somos llamados es crucial. Y a ella contribuye todo «buen arrepentimiento», que según decía Cervantes: «es la mejor medicina que tienen las enfermedades del alma».

Isabel Orellana Vilches

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