Se habla mucho ahora de la cultura woke, parece algo nuevo y progre, pero es tan viejo como todos los regímenes totalitarios: quien no asuma la ideología impuesta ha de ser eliminado. Unas veces físicamente, como en el nazismo o el comunismo soviético, otras condenándolo al ostracismo político y social, situándolo “al otro lado del muro”, como es el caso de las falsas democracias armadas a partir de la cultura woke.
Esa forma de totalitarismo que pugna por imponerse se basa en la defensa de colectivos supuestamente marginados, como determinados grupos étnicos, especialmente los negros; los colectivos queer, para quienes el sexo con el que se nace es circunstancial y lo que cuenta es el género que uno elige (LGTBQ+); el cambio climático establecido como verdad indiscutible; el indigenismo, para que los nativos puedan recuperarse del supuesto genocidio humano y cultural de España en América, y podemos seguir porque cada día se incorporan nuevas causas.
La defensa a ultranza de estos colectivos a los que hay que proteger lleva a situaciones esperpénticas: el libro “La Cabaña del tío Tom” se suprime, por su contenido racista; el cuento de Blancanieves también, porque el beso con el que el príncipe la despierta no fue consentido; un blanco no puede traducir textos escritos por negros, porque traduce desde la perspectiva del blanco. Podríamos seguir poniendo ejemplos reales, a cual más disparatado.
Al principio parecía simplemente una excentricidad, pero ahora ya afecta al núcleo de la sociedad civil, que empieza a dar señales de hartazgo. En expresión feliz de A. Naranjo, se está confundiendo la defensa de las minorías con el imperio de las anomalías.
Bien están medidas correctoras de situaciones de desigualdad, abuso o maltrato de determinados colectivos, pero si generan actuaciones totalitarias hacia quienes no piensan de forma políticamente correcta, desde la perspectiva woke, lo que se consigue es el rechazo hacia esos postulados de quienes se niegan a renunciar a su libertad de pensamiento y opinión, generando el efecto contrario, lo que algunos han dado en llamar “racismo inverso”.
¿Y qué tiene que ver con esto con las hermandades? Afortunadamente ninguno de estos disparates son asumidos por las hermandades; pero, a veces, en su defensa de lo que algunos consideran la esencia de la cultura cofrade, hay capillitas tontos de capirote (Paco Robles dixit) que cierran la puerta a cualquier opinión o sugerencia que se aparte de su pretendida ortodoxia y se aferran a sus opiniones más allá de lo razonable, rechazando a quienes no se suman a sus postulados, generando un “capillismo inverso” que va consumiendo esa cultura cofrade que se empeñan en defender.
No es prudente elevar opiniones personales, poco fundamentadas, a la categoría de dogmas. Menos aún en la hermandades. Hay grupos y ambientes en los que las ideas y opiniones no se enriquecen con las aportaciones de quienes piensan de distinta forma. Las discrepancias no se resuelven con exabruptos, sino con argumentos. Conviene escuchar opiniones distintas a las nuestras, ponderarlas y, en su caso, discutirlas con argumentos, no con exabruptos. Seguro que así las dos partes salen enriquecidas con la opinión del otro.
Ignacio Valduérteles