Pensar en la necesidad de confinamiento en casa dictada por las autoridades parece una paradoja cuando la aplicamos a un convento de clausura. Se tiene la impresión de que allí se lleva ese régimen durante todo el año y que, por tanto, en nada afectará a la vida contemplativa. Pero no es así.
Las monjas que habitan los monasterios y conventos de nuestra archidiócesis no están ajenas al resto de la sociedad, no viven en un mundo aparte sin interesarse por lo que ocurre en la calle. Antes al contrario, doy fe de que están al día de las necesidades sociales, ofrecen sus oraciones y su esfuerzo para el bien de los demás y, en la medida de sus posibilidades, están siempre ahí, aunque parezca que están escondidas y atrapadas detrás de una reja.
En estos días de silencio en los que el tráfico y los ruidos de la vida cotidiana han dado paso a una situación tan especial como desconocida, es posible oír los cánticos y plegarias de las monjas de clausura que, si siempre están unidas al resto de la humanidad, ahora lo están más que nunca, sabedoras de que Dios escucha a sus hijos, como en repetidos pasajes evangélicos se nos recuerda. Pedid y se os dará, llamad y se os abrirá y el Padre que está en los cielos no hará oídos sordos a nuestras peticiones.
Plegarias a la hora de vísperas
Una tarde, al anochecer, las monjas de San Leandro cantaban sus plegarias a la hora de vísperas. Un vecino lo grabó y lo mandó a las redes. Era todo un espectáculo pleno de belleza y fraternidad. La noche estaba cayendo y tras los frondosos árboles de la plaza de la Pila del Pato, resplandecían a través de las vidrieras de las ventanas de la iglesia las luces que iluminaban el entorno poniendo una nota de belleza e intimidad al alcance de todos.
Los cánticos de las monjas se oían como a lo lejos, apenas acompañados por el trino de algún pájaro y, al fondo, las torres gemelas de San Ildefonso lucían esbeltas y parecían decir que no estábamos solos, mientras haya personas que ofrezcan su vida por los demás, convencidas de que en la oración contemplativa de un monasterio de clausura cumplen una misión importante que no permanecerá ajena a los ojos del Padre.
Monjas haciendo mascarillas
En estos días de confinamiento en casa hemos recibido imágenes de monjas de clausura haciendo mascarillas y otras cosas necesarias para luchar contra la pandemia que nos acosa. No se conforman con pensar que allí, tras los muros de un convento, se sienten seguras y que la cosa no va con ellas. Nada más lejos de la realidad. Las monjas se alejan de ese mundanal ruido que cantaba Fray Luis de León, pero no de la humanidad. Ellas son parte de la humanidad, tal vez la parte más noble y escogida que no pierde su vida al recluirse en un convento, sino que la ofrece por el resto de los hombres, sabedoras de que pertenecemos al mismo cuerpo místico y que Dios es siempre misericordioso.
Todo pasará y el coronavirus será un recuerdo del que algunos aprenderán en tanto que otros seguirán con sus ambiciones y sus apetencias materiales. Entonces, ellas seguirán ahí, dando gracias a Dios y evangelizando sin necesidad de salir a la calle.
Su mundo está más allá de lo terreno y nosotros no debemos abandonarlas nunca. Son la parte mejor de la sociedad, la que siempre está ahí por encima de cuestiones materiales y ambiciones mundanas.