La inquietud por lo que va a ser de nuestra vida es algo que nos hermana a todos. Sin embargo, por experiencia sabemos que aunque se hagan cábalas respecto al futuro no podemos aventurar nada. Ignoramos si se llegarán a cumplir las expectativas que forjamos, si se gozará de salud para realizarlas, si alguno de nuestros allegados se verá sumido en un sobresalto, o se producirán otros contratiempos que no se pueden prever de ninguna manera y en los que nos vamos a ver implicados. Esas contingencias nos obligan a reconocer cuán grande es nuestra fragilidad y cuánto precisamos unos de otros, amén de la necesidad de contar siempre, y en primer lugar, con Dios que todo lo sabe.
La urgencia y las prisas por llegar no se sabe dónde, en tantas ocasiones, están tan presentes en nuestro día a día que no hay que hacer esfuerzo alguno para reconocerlas. De hecho, apenas hemos estrenado el mes de enero del presente 2024 y ya, apagadas las luces, cumplidas las felicitaciones y celebradas las Navidades, quienes hayan podido hacerlo, las carreras a los distintos comercios para hacerse con las rebajas han inaugurado la agenda de muchas personas. Es una escena repetida año tras año desde hace décadas. Una costumbre que a algunos les cuesta abandonar. Se ha convertido en un hábito tan encarnado que lleva al endeudamiento a familias enteras. Quienes se dejan atrapar por esta euforia anual que desata emociones seguramente desconocen que el sacrificio, la abnegación y el ahorro son infinitamente más satisfactorios y fructíferos que pelearse por llegar los primeros a gastarse el mucho o poco patrimonio que se posea. Algo que únicamente sirve a la mayoría para seguir amontonando trastos, o acumular prendas que no llegarán a usarse, dándose caprichos en un mundo cada vez más empobrecido e insolidario, un mundo egoísta. El papa Francisco antes de la celebración de la Navidad se había anticipado a lo que preveía iba a pasar recomendando que no se confunda «la fiesta con el consumismo». Pero, por desgracia, no sólo se ha consumido irracionalmente, sino que la cuesta de enero ha exigido su propio diezmo a quienes no saben o no quieren poner freno al derroche.
Cualquier conducta que persiga el propio disfrute crea ansiedad; tan sólo con pensar que cabe la posibilidad de no obtener lo deseado ya hay quien sufre. Es más, se padece hasta con lo que nunca llegará a suceder. La imaginación es libre y hallándose agitada puede llegar a enredarse en cualquier cosa. La tentación comienza por cosas sencillas y cercanas. Todo lo que nos parece alcanzable y hasta merecido tiene su precio cuando se rompen los límites razonables y se ofrece lo que haga falta por obtenerlo. Muchas patologías tienen su origen en el afán por aparentar, o suspirar por hallarse en un estatus económico social que están lejos de alcanzarse fácilmente.
Cristo, el Pedagogo por antonomasia, que conocía como nadie el alma humana, hizo notar que «cada día tiene su afán»; señaló qué conviene atesorar y desde luego no son las riquezas que corroe la polilla. Pero yendo más lejos dejó trazadas las líneas maestras de la confianza en la divina Providencia. Nos hizo recordar que nuestro Padre del cielo, que tiene contados cada uno de nuestros cabellos, no permitirá que nos falte lo esencial: el alimento y el vestido. Y lo hizo con la bellísima lección de las aves del cielo y los lirios del campo. Una poética visión de lo que significa abandonarse en brazos del Padre que todo lo puede. No hay que temer, sino echar fuera el desequilibrio que produce la desazón. Recordar lo que se halla implícito en esos lirios del campo es, por decirlo así, la parábola del sosiego. Porque en ella se advierte que los lirios «ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. Pues, si a la hierba, que hoy está en el campo y mañana se quema en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por vosotros, gente de poca fe? No andéis agobiados, pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los gentiles se afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso» (Mt, 6, 28-30).
Isabel Orellana Vilches