Os proponemos un itinerario espiritual por los cuadros que Bartolomé Esteban Murillo pintó para la iglesia de San Jorge de la hermandad de la Santa Caridad, de la mano del periodista Javier Rubio.
En el cuarto centenario de su nacimiento, peregrinaremos de palabra por sus lienzos y lo que significan, como una catequesis itinerante en torno a las siete obras corporales de misericordia que la hermandad quiso que vistieran las paredes del templo como las páginas de un catecismo abierto a todo el mundo.
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La curación del paralítico (Murillo, 1668)
«Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores» (Is 53, 4)
¿Te has parado a pensar qué pasaría si aceptaras a Jesús como el salvador de tu vida? Así, de sopetón. Él está dispuesto a salvarte. ¿De qué? Sólo tú y Él lo sabéis. Quizá de un corazón necrosado, incapaz de amar, como esos músculos infartados que siguen trabajando a sólo un porcentaje de su capacidad. Quizá de un corazón alambrado, protegido con tanto alambre de espino para que nadie pueda hacerle daño, que se lo hace él mismo al menor roce. Quizá de un corazón duro como de piedra, incapaz de latir con el padecimiento del prójimo, incapaz de convertirse. Quizá de un corazón arrítmico, que fibrila al compás del estrés y las angustias del trabajo, la pareja, los hijos… incapaz de marcar un ritmo sostenido y firme.
¿Te has parado a pensar qué hubiera pasado si el paralítico que pintó Murillo hubiera recelado de Jesús como salvador de su parálisis? Si se hubiera extrañado de aquel sujeto que caminaba seguido de un grupito de discípulos por entre las figuras de la piscina de Betesda y no lo hubiera aceptado como su salvador. ¿Te has parado a pensar cuántas veces has visto a Jesús paseando por tu vida cotidiana dispuesto a echarte una mano sólo si tú se lo pides y aceptas su intervención?
¿Te has parado? ¿O es que acaso el problema es que llevas demasiado tiempo postrado en el mismo sitio, paralizado año tras año, día tras día, esperando? ¿Qué es lo que realmente esperas?
El relato de la curación del paralítico en la piscina de Betesda ilustra la obra de misericordia de visitar y atender al enfermo. Y lo primero que sorprende es que Murillo, para cumplir el encargo de la Caridad, va más allá de lo que manda la Santa Madre Iglesia como si quisiera sobreabundar la misericordia en ese hospital mandado construir por Miguel Mañara. Aquí, la visita al enfermo está superada por la propia curación del paciente. Exactamente lo mismo que sucede con las otras tres obras de las naves de la iglesia con que hace juego: no basta con visitar al preso, sino que procede su liberación; no basta con vestir al desnudo, sino que procede su rehabilitación; no basta con hospedar al peregrino sino que es el mismo Dios el que se aloja. De modo que los cuatro cuadros están pasados de rosca como si el autor quisiera imponer apabullando la idea motriz que le ha empujado a escoger los pasajes evangélicos. Todos van más allá del inicial compromiso que buscaba exhortar a los fieles al cumplimiento de las tareas con que debe acompañarse la fe para que surta efecto salvífico tal como había declarado el Concilio de Trento para combatir la “sola fides” de la Reforma protestante.
La curación del paralítico ilustra el pasaje contenido en Jn 5, 1-16. Ninguno de los sinópticos recoge esta escena tal cual nos las describe Juan: Jesús visita la piscina Probática, llamada Betesda en hebreo, esto es, casa de la misericordia o de la gracia. El nombre de probática deriva del probaton griego con que se denominaba a las ovejas que entraban a la ciudad por la puerta de ese nombre en la muralla septentrional de Jerusalén. Por tanto, la piscina de Betesda era el lugar donde los sacerdotes lavaban los corderos que se inmolaban en el templo. Lo cual, a nadie se le escapa, tiene connotaciones teológicas innegables: el agua para limpiar de inmundicias y el cordero destinado al sacrificio son temas que la Nueva Alianza va a actualizar con otro sentido, ya latente en la ley mosaica.
Desde un punto de vista formal, la escena que presenta Murillo es de una claridad manifiesta. Basta comparar con la misma representación que el Tintoretto hizo de esta escena evangélica para darse cuenta de que el genial pintor sevillano está supeditando la composición y el trazo de los personajes a lo que dicta literalmente la Escritura. Lo que en el pintor veneciano es pretexto para un festival de escorzos y estudios del cuerpo humano, en Murillo es sometimiento al discurso teológico subyacente en el cuadro. Murillo sabe que no tiene que excederse porque el propio recuerdo que suscita la imagen en el espectador ya lo hará por él.
Precedentes flamencos
El profesor Diego Angulo, referencia imperecedera en el universo murillesco, consideraba que la escenografía de este cuadro remitía a una lámina flamenca de la que los soportales de la piscina probática están casi calcados. Sólo se aprecian dos arcos de los cinco que el Evangelio señala y confirma la arqueología. San Agustín consideraba que el número de los arcos podía interpretarse como los cinco libros de la ley de Moisés (Pentateuco) incapaces ya de proveer sanación: “Pero aquellos libros estaban ya lánguidos y no curaban, porque la Ley convencía a los que pecaban, pero no los absolvía”, puede leerse en “Tractatus in Joannem”.
A su vez, el especialista Benito Navarrete, en su obra “Murillo y las metáforas de la imagen”, relaciona la “adlocutio” de Jesucristo con una estampa de Luc Vorsterman I titulada “Las marías en el sepulcro” en el que un ángel con parecido ademán al del Cristo del lienzo de la Caridad da a conocer la resurrección de Cristo a la Magdalena, María Salomé y María Cleofás.
El cuadro que nos ocupa muestra a Jesús en el centro, de pie, vestido con túnica penitencial morada. El evangelista no nos aclara qué fiesta se celebraba en Jerusalén, pero bien pudiera ser la de Pentecostés, cincuenta días después de la Pascua, en que se presentaban primicias de las cosechas agrícolas. Cristo, nimbado, mantiene la mirada baja en dirección al segundo protagonista, en la diagonal principal con que está compuesto el cuadro, con quien entabla un diálogo visual y de gestos bastante elocuente. Jesús tiene una mano más adelantada que otra, pero ambas están ofreciendo las palmas abiertas al enfermo en el suelo, en el ángulo inferior izquierdo de la composición.
En este caso, Murillo reserva la mirada compasiva para el mismo Cristo, que observa con infinita dulzura al enfermo que aguarda su salvación. Los ojos bajos, el rostro sin ninguna contracción que denote fatiga ni fastidio, ni cansancio de tantas manos que imploran una salvación a su caso, ni asco de cuerpos lacerados, sólo misericordia hacia el que sufre, tumbado de espaldas.
A la derecha de Jesús -a nuestra izquierda-, un trío de apóstoles un paso por detrás como esos grupos de residentes que acompañan al médico titular en su paseo por las camas en los hospitales actuales. Murillo se encarga de personalizar a los personajes secundarios de sus composiciones con una maestría digna de mención. Distinguimos a Pedro, por sus colores del manto, y a Juan, por idéntico motivo y la mosca que lo acredita como el más joven de los discípulos, pero no somos capaces de distinguir al tercero. Tampoco el Evangelio de San Juan en el que se inspiró el autor de la obra pictórica dice nada al respecto para sacarnos de dudas.
Esas masas compactas a la izquierda del cuadro están compensadas con una perspectiva airosa con gran profundidad en la que Murillo, a decir del profesor experto Diego Angulo, hace un alarde desdibujando gradualmente al conjunto de personajes en segundo plano alrededor de la piscina probática, de la que contemplamos dos de los cinco soportales a los que se refiere el evangelista. La escena se completa con un pequeño rompimiento de gloria que deja ver la figura de un ángel en el cielo que, de tiempo en tiempo, bajaba a remover las aguas del estanque desbordándolo. El primero que lograba entrar en el agua quedaba sano de sus males.
“¿Quieres quedar sano?”
Naturalmente, los lisiados necesitaban de ayuda externa para poder introducirse en el agua sanadora y es justo así como Murillo pinta a todos los personajes secundarios del cuadro. Todos tienen por lo menos un acompañante que cuida de ellos y los alista para darse el baño de salvación. Todos menos uno, precisamente el paralítico al que Jesús se dirige para hacerle una pregunta con toda la trascendencia: “¿Quieres quedar sano?” A menudo decimos, desde el fundamento basado en la evidencia psicosomática, que la primera premisa para que el paciente se cure es precisamente que así lo desee.
Por eso no está de más la pregunta de Jesús al tullido. Equivale a decirle: realmente, estando aquí solo, cómo quieres curarte. Porque la sanación -la del cuerpo y la del alma- necesita primero de la determinación del enfermo y después de la cooperación de alguien que se apiade de su situación, está claro.
Pero antes de todo esto, antes de que alguien lo ayude, es preciso responder a la inquietante pregunta de Jesús: “¿Quieres quedar sano?” Es una invitación formal. ¿Quieres que te salve?, ¿quieres que transforme tu vida y tu experiencia de cuanto te acontece, sea lo que sea?, ¿quieres que me convierta en tu Salvador? Quien todo lo puede, todo lo sabe y todo lo ve, se humilla como cuando murió en la cruz redentora para preguntarle a un pobre lisiado si quiere que actúe. Y esa misma turbadora cuestión te la está planteando a ti también en idéntica actitud de sumisión: “¿Quieres quedar sano?”, ¿quieres que entre en tu vida y te salve de los peligros que te acechan aun sin darte cuenta o quieres mantenerme al margen, confiado en tus propias fuerzas, persuadido de que puedes con todo? Tú decides si aceptas a Jesús como tu salvador.
El tullido solitario
El paralítico de Betesda lo aceptó. A la primera. En el cuadro de Murillo, el paralítico está solo. Y puede que abandonado. No hay más que ver las pocas pertenencias que podemos atribuirle: está tumbado sobre una litera de juncos (quién sabe si de enea) destrenzados. Sobre ese lecho, un jergón de rayas (parece un desgastado talit, el manto ceremonial de flecos con que se cubren los varones judíos para orar) y una frazada con la que se tapa malamente el cuerpo porque tiene el torso al aire. Enrollado en la cabeza, un lienzo o una venda a modo de turbante. A su derecha, en primer plano del cuadro, una escudilla con algún resto de sopa todavía visible y un jarrillo desportillado. Completan sus pertenencias una muleta a la que ha enrollado en su estribo unas vendas de color para que no le haga rozaduras en la axila cuando las usa.
No tiene nada más. Nada material, se sobreentiende. Lleva, según el Evangelio joánico, 38 años postrado en la piscina fracasando una y otra vez a la hora de curarse porque siempre se le adelanta alguien. Pero no ha perdido la esperanza. Y eso que suma una considerable cantidad de años aguardando la curación que lo saque de su postración: cuarenta años estuvo el pueblo de Israel atravesando el desierto, sólo dos más que este hombre ha tardado en atravesar su desierto vital. Murillo pinta en escorzo a este paralítico hético y fibroso para añadir dramatismo a la escena en vivo contraste con la serenidad que deja traslucir el rostro de Cristo. Está solo pero no desesperado, por eso cuando Jesús le interroga acerca de sus intenciones, en realidad lo que está esperando es que su sí, su aceptación, desencadene el signo.
Acepta a Jesús
Lo que el paralítico esperaba era una ayuda a la escala de sus problemas: a la escala humana. Cuántas veces nosotros mismos, paralizados con un agobiante conflicto irresoluble, buscamos una ayuda humana: alguien que nos baje hasta la piscina más rápido que los demás para encontrar la sanación de nuestros males. Con qué poco nos conformamos. Eso nos da para ir tirando, para seguir en pie, que es lo que buscaba este pobre hombre.
«Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua; y mientras yo voy, otro baja antes que yo”. Pero ni siquiera ese contratiempo sostenido durante tanto tiempo le ha hecho desistir y ahí sigue, al pie de la piscina perseverando. Otro en su lugar ya habría dado por imposible la sanación de su parálisis. Otro -en realidad, muchos de nosotros- habríamos maldecido a los que son más rápidos o más listos o más astutos y van provistos de compañía. Pero él sigue echado esperando que el ángel remueva las aguas del estanque y le dé tiempo a entrar el primero. La constancia es virtud del peticionario, aunque sea sólo para obtener una respuesta que la aleje como le sucedió aquella viuda que importunaba al magistrado día tras día hasta que le hizo justicia a su hijo.
Y, sin embargo, el tullido va a encontrarse con una solución de una vez por todas que desborda la escala humana a la que aspiraba. No se trata sólo de que le responden las piernas y puede erguirse con la dignidad de levantar la cabeza después de tanto tiempo. Es que ese baño en el agua purificadora le ha salvado de mucho más que la parálisis motora.
Manos abiertas
Las manos del paralítico también están abiertas, implorando, suplicando, interpelando, interrogando. Como si fueran reflejo de las del Señor. Éstas en actitud de ofrendar, aquéllas en actitud de recibir. Porque nadie puede obtener nada con el puño cerrado. Tampoco sin un corazón abierto. El paralítico de la escena lo tiene esperanzado, que es la mejor manera de mantener abierta la puerta cordial. Y no sabe quién es ese personaje que pasea por el borde de la pileta, al que ni siquiera le pide ayuda material directamente sino que le expone sin aspavientos ni lamentos su situación vital: aquí estoy, tullido, sin nadie que me ayude.
La respuesta de Jesús, como siempre, rebosa gratuidad en sus dones. Porque directamente rebasa la inmersión y le dice: “Levántate, toma tu camilla y anda”. San Juan Crisóstomo veía en ese gesto “la superabundancia de la sabiduría divina, que no sólo cura, sino que le manda llevar el lecho, para que se vea que era verdadero el milagro y para que ninguno creyese que era falso lo que había sucedido. Porque si los miembros no estuviesen bien fuertes, no hubiesen podido llevar el lecho”.
El discapacitado acata la orden. No sabe quién lo ha curado, pero hace lo que le ha mandado. Ni siquiera se plantea por qué no ha hecho falta que el ángel de Dios removiera el líquido y entrara en contacto con él. La palabra del Señor supera la eficacia del agua sanadora. Su acción salvadora, si lo aceptas como tu Salvador, va mucho más allá del cuerpo, de la realidad mundana, de las circunstancias en que se desenvuelve tu vida. Mucho más.
La litera vacía
A la derecha del cuadro, la presencia del perro distrae al espectador de concentrarse en el detalle clave de la composición pictórica: un manto rojo y una calabaza abandonadas sobre otra litera de mimbres trenzados. Pero si no hay más personajes en la escena, ¿de quién resulta ser esa camilla vacía? El animal husmea una loseta o un reborde de distinto color como presintiendo la ausencia del dueño de la camilla cuyo olor corporal aún impregnara esa zona de la piscina. Un paciente que hubiera abandonado a la carrera el estanque una vez curado y que, en su precipitada salida, hubiera dejado atrás sus escasas pertenencias, incluida la camilla que vemos en el ángulo inferior derecho. El Evangelio joánico indica que la curación se produce en sábado, día en que los judíos tenían prohibido transportar cargas o traspasar con ellas las puertas de Jerusalén (cf. Jer 17, 21).
Pero la orden de Jesús al tullido del cuadro es clara: “Levántate, toma tu camilla y echa a andar”. ¿Por qué? La camilla es una prueba evidente de la curación, lo que escandaliza a los escrupulosos cumplidores de la ley. No se atreven a reprocharle la sanación en sí a quien llevaba tantos años postrados, pero sí el hecho de que transportara el mueble contra lo establecido en la ley mosaica.
La respuesta del paralítico los deja todavía más desairados: no sabe quién es el que lo ha curado, pero, sobre todo, no ha visto motivo para desobedecer en algo tan secundario como cargar con la litera cuando le ha hecho la gran merced de devolverle la capacidad de andar.
Hay una explicación espiritual todavía más acendrada que sugirió el Doctor Iluminado Juan Taulero en el siglo XIV: la camilla que debe portar el paralítico recién curado simboliza todo aquello en lo que descansaba la vida hasta el momento de la sanación y que ahora se hace necesario movilizar como una carga penitencial tras vivir un proceso de conversión.
Salvado el espíritu
Cabe suponer que el conocimiento de los textos evangélicos de Murillo y, por supuesto, de sus comitentes de la hermandad de la Caridad sería suficiente para deducir toda esta controversia teológica subsiguiente en el relato de Juan de la camilla vacía y el perro desorientado en el ángulo inferior del cuadro.
Cuando, instigado por los judíos, va en busca de Jesús para saber quién era aquel personaje que le había deparado la sanación, se encuentra con la respuesta que no esperaba: “Mira, has quedado sano; no peques más, no sea que te ocurra algo peor”. No tientes la suerte, traducimos nosotros con nuestra particular manera de echarle agua al vino de la salvación. Pero donde de verdad pone el acento el relato evangélico es en la conversión: “No peques más”. A menudo pasa. A mí me ocurrió, te lo puedo asegurar. Busqué un amigo en quien confiar en un momento vital difícil y me encontré con Dios. Y de resultas, mi vida cambió. ¿He dejado de pecar? Qué más quisiera yo. Pero cargo con la camilla de mi postración para recordar cada día que Jesús me salvó. De mí mismo.
El ángel en la gloria
El espacio central del cuadro lo ocupa un pequeño rompimiento de gloria donde se aprecia, a lo lejos, un angelote rubicundo envuelto en ropajes celestes y blancos. Esta criatura celestial era la encargada de agitar el agua estancada que propiciaba la curación del primer enfermo que se sumergiera en la pileta. Esto tiene unas implicaciones que prefiguran, siguiendo a San Juan Crisóstomo, el bautismo sacramental de los seguidores de Cristo tal como el propio Bautista profetiza en el primer capítulo del evangelio joánico: hay una intervención de lo alto, que en el caso cristiano es el Espíritu Santo, y es necesario dejarse ayudar para tocar las aguas purificadoras tal como sucede con el neófito de corta edad conducido por su padrino hasta la pila bautismal.
El diálogo entre el paralítico y Jesús es también una prefiguración del escrutinio bautismal. Porque el inválido no se sorprende ni refuta el poder para sanarlo de su interlocutor. La Palabra basta, porque su gesto milagroso acompaña su palabra como parte de una misma revelación y cuando esto sucede, en la plenitud de los tiempos, ya sobran los mensajeros celestiales como el ángel que removía las aguas. El paralítico no ha descubierto quien le habla, pero no lo cuestiona. Sino que le explica pacientemente los motivos por los que ha sido preterido una y otra vez durante 38 años seguidos. Y le basta una palabra -como al centurión cuyo criado permanece en casa enfermo- para ponerse en marcha siguiendo la orden salvífica.
Curación en sábado
El episodio de la piscina probática desencadena una terrible controversia sobre las circunstancias de la sanación que ocupa el resto del capítulo 5 del evangelio joánico. No era lícito hacer tales cosas en sábado. “Mi Padre sigue actuando, y yo también actúo”, replica Jesús saltando por encima de los convencionalismos incluso religiosos de nosotros, los hombres. Del signo salta a la explicación de su significado: “El Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que viere hacer al Padre. Lo que hace éste, eso mismo hace también el Hijo, pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace, y le mostrará obras mayores que esta, para vuestro asombro”.
Estad prevenidos. No diréis que no os ha avisado de que vendrán obras increíbles que os asombrarán. No tienen por qué ser montes que se nivelen ni mares que se sequen. Párate a pensar un instante en tu vida. En todo aquello que necesita sanación. Rencores que dabas por olvidados, resentimientos hacia quien te hizo daño, frustración por lo que has dejado escapar, ansiedad por lo que no logras agarrar… Prepárate si aceptas a Jesús como tu salvador porque no has visto ni la milésima parte de lo que puede pasar: “Lo mismo que el Padre resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere”.
Oración
Señor Jesucristo, médico de los cuerpos y de las almas, danos la gracia de saber ofrecerte nuestras enfermedades asociándonos al dolor de tu Pasión redentora.
Concédenos el don de la caridad para con los enfermos, para que atendiéndoles en sus males alcancemos de tu misericordia los bienes de la salvación.
Por nuestro señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos.
Amén.