Para muchos enfermos los días parecen congelados en el calendario. Siempre la misma soledad, la sensación de desamparo, la desesperanza, el miedo reflejado en las pupilas, la incertidumbre… A otros la enfermedad les infunde la convicción de que cuentan con una especie de trampolín que les conducirá al cielo después de difíciles travesías… Una mayoría rechaza de plano el sufrimiento considerando que no les lleva a ningún puerto, y siembra de zozobras su existencia, con lo cual en algunos casos se buscan drásticas salidas que no tienen vuelta atrás.
¿Qué tienen en común todos ellos? El dolor al que hace algunas décadas definí de forma sencilla, porque es una experiencia universal y es lo que generalmente ocurre, como ese “huésped que se instala en la vida sin avisar”. La excepción la marca un grupo singular que escoge esta vía porque en su ideario religioso contempla la bondad de la eternidad, un destino que sueña para otros congéneres por los que ofrecen su propia vida hallándose de bruces con su particular calvario.
Cada 11 de febrero, festividad de la Virgen de Lourdes, tiene lugar la Jornada Mundial del Enfermo. El mensaje que el Papa dedicó a la campaña de este año 2024 lo inició recordando las palabras bíblicas: «No conviene que el hombre esté solo». Y es que la soledad es el mal de este siglo. Mucho más que cualquier otra carencia. Porque la soledad acentúa todos los pesares. El sufrimiento, también el que suscitan graves enfermedades y accidentes, sustraen la mente de tal forma que es fácil quedar sumido en el pesimismo. Si no le importamos a los demás, si nadie está dispuesto a escuchar, a comprender, a ayudar…, mientras el dolor acucia y parece que el futuro se muestra tenebroso, el afán de lucha se va desmoronando.
El papa Francisco, como siempre, da en la diana. El acompañamiento es fundamental para cualquier enfermo. Decir que cuidar al que sufre es una obligación para todo ser humano sería penoso, porque estaríamos hablando de una acción fría, mecánica, desprovista de esa humanidad tan necesaria para hacer frente a tanto sufrimiento. Y por desgracia hay mucho de ello en esta sociedad que persigue la felicidad ante todo y que salvo excepciones vive sumida en el egoísmo. En tanto que un enfermo crónico exige una donación y generosidad constante en quienes tiene al lado, no son pocos los que huyen de su responsabilidad dejándola en manos de otros. No estoy pensando en los que tienen cargas familiares o laborales. Ya se sabe que los tiempos que corren han mudado las costumbres de otros anteriores. Aludo a los que pudiendo atenderlos se desembarazan de sus seres queridos hurtándoles su cariño. Y también a quienes debiendo proporcionar los medios adecuados para facilitarles la vida miran para otro lado negándoselos.
El enfermo es como un niño desnudo y vulnerable, necesitado de ternura, extraordinariamente sensible, al que no se le puede juzgar sin más, añadiendo categorías espurias desde la salud, porque solamente quien sufre o ha pasado por experiencias de dolor conoce lo que significa. Muchas veces no se atreve a pedir ayuda bien porque le cuesta admitir su dependencia de otros, por timidez, o sencillamente porque no desea preocupar e incomodar a los suyos. Pero la necesita. Cristo mismo en el Huerto de los Olivos, al inicio de su Pasión, pidió a los tres discípulos que escogió para acompañarle que se quedaran con él, velando. No les ocultó su inmensa tristeza y angustia. Y de no haber sucumbido al sueño, habrían sido testigos, hasta donde la voluntad divina se lo hubiera permitido, de ese indecible sufrimiento que experimentó su Maestro.
No es de recibo poner en solfa el dolor ajeno, ni ir al enfermo cargado de prejuicios y reproches. Bastante tiene con verse impedido, si es el caso, lamentando el sufrimiento que está creando en los suyos, el error que le condujo al estado en el que se encuentra, o el peso de los años que le inducen a creer que es un estorbo, entre tantos pensamientos como pueblan la mente. Las horas son larguísimas para alguien postrado en la cama entre cuatro paredes por todo escenario, y un enjambre de medicinas y de pruebas. ¿No nos conmueve esta estampa?
Conforme pasan los años, las lesiones crecen tanto como lo hace la soledad, la añoranza y tristeza. Y en ese océano de silencioso llanto se nos invita a enjugar las lágrimas de quienes hicieron la historia, nos dieron la vida, o la comparten con nosotros. Un día, si no ha llegado ya, estaremos en su lugar; no lo olvidemos.
Isabel Orellana Vilches